La temprana muerte de Steve Jobs lo eleva al altar de los mitos históricos
Vaya por delante que no he conocido a Steven Paul Jobs, ese californiano de origen sirio educado en una familia de origen armenio cuya pasión de adolescencia por los juguetes electrónicos innovadores acabó por llevarle tan lejos. Acabó por llevarle a predicar sus excelencias con tal intensidad y convicción como para que varias generaciones lo veneren como a un auténtico profeta. No he conocido a Steven, la persona. Ignoro si hubiera sido mi amigo o no. No sé cómo era para los suyos, ni en su entorno vital. No conozco su verdadera personalidad. Por eso quiero dejar constancia de que, a su muerte, siento lo mismo que ante el fallecimiento de un desconocido. Respeto y distancia.
Pero aclarado esto, quiero referirme a esa religión de la que Jobs es líder espiritual, ahora ya en manos de la historia y camino del olimpo. Una religión que cuenta con decenas de millones de fieles y con miles de predicadores vocacionales. Quiero hablar de Steve Jobs, el objeto de culto, el venerado profeta. Nunca como hoy, el día en que Steve ha detenido para siempre su humano caminar, hemos podido comprobar hasta qué punto es un mito excepcional, una de esos personajes cuya fuerza icónica supera inevitablemente cualquier intento de perfilar objetivamente su figura.
Jobs, probablemente, ha hecho mucho menos de lo que sus seguidores le atribuyen y mucho más de lo que apenas se le reconoce
Pero, ¿qué ha hecho de Jobs un dios de nuestro tiempo? ¿Qué le ha convertido en un ser tan admirado, venerado, casi adorado? Porque Jobs, probablemente, ha hecho mucho menos de lo que sus seguidores le atribuyen y mucho más de lo que apenas se le reconoce. Como innovador de tecnología, no pasó de ser un inteligente y exigente aficionado, aunque esta afirmación me valdrá que muchos lectores abandonen aquí este artículo. Ahí radica parte de la explicación del fenómeno Jobs. En su capacidad para captar fieles seguidores de sus afirmaciones, de sus opiniones, de todo lo que hizo o dijo, capaces de defenderlo como algo propio. Un éxito mediático personal que no tiene parangón en el mundo mercantil.
Como he dicho antes, su aportación como innovador no ha sido lo que él ha conseguido que parezca. Veamos algunos ejemplos. El ratón y esa manera paradigmática de manejar mediante iconos y clics un ordenador fue obra de Douglas Engelbart años antes de que el novedoso Apple Lisa lo hiciera suyo. Pero es la empresa de Jobs la que lleva los laureles. El MP3 y las herramientas que lo convirtieron en magia para llevar en el bolsillo toda nuestra discografía fueron, tras varios antecesores, definitivamente alumbrados por la Fraunhofer Society años antes de que Jobs acuñara la sacrosanta i del iPod, pero fue a él quien parece haberle correspondido la gloria del invento. HTC había ya desarrollado un smartphone con pantalla táctil años antes de que el sagrado iPhone capitalizara para siempre ese mérito. El tabletPC existía mucho antes del lanzamiento hiperbólico y omnidifundido del iPad…
Su concepto de lo conveniente para la sociedad es muy discutible
Tampoco podríamos decir de Apple que ha dado ejemplo como empresa responsable en el desarrollo de sus productos. La arquitectura cerrada, en contraposición a la arquitectura abierta de los PCs, una de las obsesiones de Jobs, ha implicado una cultura de “usar y tirar” nada edificante. Basta que un elemento de un Apple sea superado por una nueva generación, para que todo el equipo quede obsoleto. Además, la dependencia absoluta que los usuarios de Apple tienen de los suministros y desarrollos de la marca impide la competencia y tiene tintes abusivos, aunque los adictos nunca se hayan quejado. Recordemos también los años que Apple se resistió a retirar de sus fórmulas de fabricación el PVC o los retardantes bromados, cuando ya muchos de sus competidores lo habían hecho. Por cierto, Samsung fue uno de los primeros en hacerlo. O el desprecio de Apple hacia las ventajas ergonómicas y ecológicas de la tinta electrónica frente a la pantalla luminosa, un enorme avance ignorado por el iPad…
Habría que instituir un Premio Nobel del Marketing sólo por él
Sin embargo, son indiscutibles los apabullantes méritos de Steve Jobs. Habría que instituir un Premio Nobel del Marketing sólo por él. Para reconocer su inigualable genialidad. Steve Jobs se haría merecedor de él media docena de veces, al menos. Que nadie interprete mal mi alusión al marketing. No es en absoluto peyorativa. Me refiero a esa importantísima disciplina empresarial bajo cuyas directrices y principios nacen y evolucionan los productos e, incluso, las empresas mismas.
Steve Jobs supo, como muy pocos, penetrar en la psicología del usuario potencial para obligarse y obligar a sus colaboradores a buscar obsesivamente los rasgos que hacen de los productos de consumo algo diferente en la mente del consumidor, algo, sobre todo, deseado. Steve Jobs supo refrendar como nadie uno de los más permanentes axiomas del marketing según el cual es mucho más importante la percepción que el consumidor tiene de un producto y de sus singularidades que la realidad de su verdadera naturaleza.
Cualquier experto en marketing sabe que un producto verdaderamente nuevo y revolucionario se vende mal. Está destinado, en el mejor de los casos, a que los consumidores de riesgo, algunos atrevidos snobs sirvan de pioneros tras los cuales, con el tiempo, llegue el gran mercado. Sin embargo, una vez que un producto es aceptado y ha perdido su condición de rareza, el único desafío que impone el marketing para llegar al éxito es encontrar la diferencia que lo haga más deseable que sus competidores. Diferencia real o aparente. Pero no basta con eso. Hay que difundirla, comunicarla, hacerla presente como una verdad indiscutible. Steve Jobs sabía todo esto más que nadie. Y sobre todo, lo puso en práctica como nadie. Siempre encontró esas diferencias, reales o aparentes, siempre deseables. Su capacidad para difundirlas con un coste mínimo ha sido asombrosa, un alarde de dominio de los medios. Fue dueño de los telediarios, de la prensa, de los debates, de los botellones… Supo subordinar la perfección a la seducción, la invención al diseño, lo bueno a lo adictivo. Su concepto de lo conveniente para la sociedad es muy discutible, aunque el concepto que tuvo de lo conveniente para su empresa rozó lo sobrenatural.
Hoy mismo he podido escuchar el testimonio de un seguidor de Apple narrando cómo se había caído del caballo, según sus propias palabras, como San Pablo, para convertirse a la religión de la Manzana: “Yo siempre había tenido un PC. Pero cuando compré mi nuevo iMac, caí vencido nada más ver y tocar su embalaje, su textura, cómo encajaban las solapas…todo.” Esa ha sido la verdadera magia de Jobs. Entender como nadie que el precio solo ha de tener relación con el valor subjetivo que para un consumidor tiene poseer el objeto que compra, el objeto soñado. Entender como nadie que el deseo irracional puede mover el mundo más que la propia razón. Y saber dónde nace y de qué se alimenta ese deseo. Un secreto que quizá se haya llevado consigo.
Una frase que lo acompañó desde sus 17 años, cuando supo entender que morir pronto podría constituirse en el motor principal para tomar sus decisiones.