Los medios de comunicación acostumbran a regalar grandes titulares, mucho más valiosos que cualquier espacio publicitario, a los productos que menos lo necesitan. El éxito es realimentado gratuitamente por su misma difusión, concediendo arbitrariamente a la industria cultural uno de sus privilegios más injustos y provechosos.
La publicación por El Mundo, a cinco columnas, en primera plana, del fulgurante éxito taquillero que ha rodeado el estreno de la nueva película de Amenábar es una prueba más de como actúa el marketing de las llamadas industrias culturales, editoras de libros, de música, de cine y otras afines. Por cierto, ahora pretenden auto rebautizarse como “industrias creativas”, una vuelta de tuerca más en la confusión creada en torno a su actividad que no es otra que la explotación, en régimen de monopolio, de las copias o de la difusión de obras cuyos autores sí desempeñan un rol más o menos creativo. Precisamente por esa razón su objetivo estratégico es atraer hacia sus obras el máximo número de consumidores, lectores, oyentes o espectadores.
Nada que pueda diferir mucho de las miles de empresas que explotan otro tipo de productos, desde tenedores hasta fundas para violín. Lo que distingue a estas industrias que pretenden apropiarse en exclusiva del atributo “cultural” es que su producto, o sea la copia, la consumición, el visionado o como se quiera llamar, es prácticamente inagotable y cada nueva unidad producida tiene un coste menor que la anterior hasta llegar al muy interesante coste de cero euros.
Pero este negocio cuya base ha encontrado en la revolución digital tanto su Edén como su pesadilla, goza, como ha venido siendo desde hace tantos años, de un trato excepcional por parte de los medios, que no tienen reparo alguno en promocionar sin contrapestación alguna – al menos confesable – sus productos estrella.
En la naturaleza misma de la cultura de masas está el indiscutible poder de convocatoria que tiene todo éxito de ventas por el solo hecho de serlo.
Nunca sabremos cuántos de los ejemplares difundidos de los más grandes best sellers de la historia de la música, la literatura o el cine son debidos a su valor intrínseco y cuántos a la capacidad de arrastre que tiene la noticia de sus récords de ventas.
Tampoco sabremos cuántas obras hubieran alcanzado la gloria y los laureles del superventas pero que fueron víctimas de la falta de impulso promocional que los gurús culturales de los medios les impusieron con su simple ignorancia o desatención. Por no pensar en una eventual falta de acuerdo ventajoso con las resprectivas empresas editoriales.
Lo cierto es que este fenómeno se repite aún sistemáticamente. El culto público al éxito económico y recaudatorio de una obra, promocionada desde su estreno por el impacto de su misma megalomanía, lleva al público a acudir a la cita como llamados a la mesa de los privilegiados de quienes ya han visto, leído o degustado aquelo de lo que tanto se habla. El resultado es que el éxito se realimenta en un ciclo de engorde que en nada garantiza haberlo merecido. Y la máquina perfecta para mover esta rueda de la fortuna es la prensa, la radio o la televisión, que no dudan, ignorando todos sus principios publicitarios, en nutrir gratuitamente al mejor alimentado.
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– Lucas