El negocio del espectáculo es tan cruel como siempre fue, pero su capacidad mediática y su naturaleza global, lo han convertido en un peligro tan agigantado como la bomba atómica frente a una flecha.
El humano siempre se ha permitido hacer del distinto, del extraño al grupo, un espectáculo del que es lícito disfrutar, aún a despecho de la dignidad del individuo sometido a observación, con tal de que se trate de alguien verdaderamente diferente. No digamos si se trata de alguien único. En ese caso, cabe todo. No hace tanto que en las ferias ambulantes y en casi cualquier manifestación festiva popuilar se exhibían, para solaz de pequeños y mayores, se exhibían enanos, jorobados y otros “singulares”, como el tan celebrado caso de “la mujer barbuda“.
Susan Boyle, esa mujer con voz de ángel, estuvo a punto de ser compensada por la vida como merecía. Recibió el aplauso de gente de la que jamás esperaba atención y aprecio. Todo iba bien si no fuera porque la televisión consume materia prima humana para su gran rito de masas, como si fuera el combustible de una gran caldera. Y Susan Boyle, por supuesto, iba a ser consumida, exprimida y expoliada sin el más mínimo miramiento. Hoy, rota, desbordada y mucho más sola que nunca, con la suprema soledad de los seres señalados como únicos, lucha por sobrevivir al maremoto que ha zarandeado su vida.
A los que hemos nacido en el siglo XX nos gusta presumir de civilizados, porque dimos a luz un monton de grandilocuentes declaraciones de derechos humanos, acabamos con la esclavitud, declaramos la democracia un bien universal, reprobamos el racismo y, sobre todo, porque nos creemos por encima de viejas actitudes inmorales ya superadas.
Podríamos hablar mucho sobre las infames causas, firmadas también por nuestra generación que nos llevaron con urgencia a una dialéctica sobre estos derechos. Pero hay un rasgo propio de nuestra modernidad que, hasta la fecha, crece como un virus planetario, que, por sí solo debiera sonrojarnos cada vez que presumimos de estas cosas.
Hablo, claro, del negocio mediático, de la industria mal llamada cultural, del marketing en red, de la ubícua imagen de moda, de la universalidad del sobresalto diario. Un conglomerdao que, al lado de las antiguas ferias, se alza como un monstruo de cuya magnitud sólo pueden dar cuenta sus demoledores efectos globales. Los “juguetes rotos”, como Susan, se amontonan en el vertedero de nuestra indiferencia. Hasta cuatro horas al día empleamos en el primer mundo en asistir al rito mediático, al altar donde se sacrifica cualquier cosa, o cualquier persona, en honor del dios audiencia.
Os habéis pasado con el titular. No es una mujer agraciada fisicamente pero no teneis ningún derecho para publicar semejante titular.
Es decepcionante.
No voy a entrar en nuestro derecho o el tuyo o el de todos para publicar nuestra respectiva opinión o nuestra visión de un determinado tema. Sería tedioso y muy manido. Respetamos absolutamente que no compartas nuestro enfoque. Pero he de aclararte que el hecho de que te ofendas en nombre de Susan te sitúa exactamente a nuestro lado. Te sugiero que leas un poco más que el titular. Sólo quiero hacerte una reflexión.
El hecho de que todas las televisiones del mundo se hayan volcado a abrir telediarios y llenar debates sobre el fenómeno de Susan Boyle, se debe, precisamente, a que no da el tipo físico que permanentemente ha exigido, subrayo, exigido la industria cultural para apoyar mínimamente a una cantante. Si las televisiones con todo su revuelo mediático han pretendido promover un cambio hacia un arte más auténtico y menos de escaparate que el que ellos mismos han apoyado o sólo entretenernos con una noticia más o menos curiosa, a costa de hacernos ver que Susan parecía más una cajera de Mercadona que una estrella, júzgalo tú. Gracias por tu crítica.