De cuando entrevisté a Álvaro Pérez Alonso, el más simpático y eficaz de los mercenarios al servicio de los círculos de poder.
“Me limito a poner un escaparate. Luego, el dueño del establecimiento pone allí lo que quiere para que sea vendido.” A.P.A.
Cursaba yo por entonces, abril de 2001, el tercer año de mi carrera universitaria de Periodismo, cuando mi profesor de Redacción Periodística, Javier Mayoral, a quien no he olvidado, nos encargó hacer una entrevista. Dejó que cada cual eligiera libremente su personaje protagonista, después de darnos alguna indicaciones generales sobre la técnica que debíamos emplear.
Como mis compañeros, sufrí durante días la presión del calendario, mientras daba mil vueltas a los candidatos que se me antojaban idóneos. Políticos, artistas, científicos, deportistas… desfilaban, una y otra vez, ante mi proyecto imaginario de entrevista, haciéndome dudar, con no poca razón, de mi capacidad para llevar adelante el asunto. Me obsesionaba la idea de conseguir algo enjundioso, de verdadero interés para quien lo leyera.
Repentinamente, caí en la cuenta de que conocía a alguien que podía muy bien ser el personaje que buscaba. No se trataba de nadie conocido, recuerdo ahora con tristeza, pero tenía el inconfundible perfil de quien es distinto a los demás, de quien puede poner en aprietos a cualquiera que pretenda catalogarlo. Qué irónico resulta ver hoy una verdadera avalancha de artículos que presumen de hacerlo. No era famoso, ni una celebridad en ningún sentido. Pero no dudé ni un instante que merecía serlo.
De aquel trabajo sólo conservo lo que escribí, a modo de presentación, sobre su perfil personal, no así la entrevista en sí. Pero tal como el mismo profesor Mayoral se encargó de subrayar, era lo más interesante. El contenido de la entrevista no iba más allá de una serie de tópicos, exentos de interés, acerca de la campaña electoral vasca, en la que mi personaje estaba implicado indirectamente y cuyas respuestas, como las preguntas, eran también sólo tópicos, más o menos recurrentes. De hecho, creo que, curiosamente, es la única conversación aburrida que he mantenido con Álvaro Pérez Alonso. Podría añadir o quitar muchas cosas, a la luz de los acontecimientos, de aquel trabajo de redacción. Pero no lo voy a hacer, porque creo que poco o nada sé hoy que haya podido alterar la esencia de su contenido.
Hoy mi amigo Álvaro ya no es el de siempre. Debió apearse del tren cuando presentía que debía. Pero no lo hizo y hoy las puertas están, de momento, selladas. Cuando me explicaba, un día, el por qué de su llamativo bigote. me dijo que, pese a lo incómodo que resultaba mantenerlo, era su arma secreta para ser reconocido por todo aquel a quien, alguna vez, hubiera saludado. De ese modo, decía, tendría siempre un plus de notoriedad que él sabría utilizar a favor de sus intereses profesionales, siempre ligados a las relaciones personales.
Seguramente habrá descubierto a muchos de los que tantas veces trató que, de pronto, no le reconocen, pese a su bigote. Es más que posible , incluso, que ya no le interese ser reconocido. Pero, al contrario que sus huidizos mentores, dudo que, aún afeitado, pierda nunca su inagotable capacidad para dejar huella. Una indefinible huella, aunque pocos lo crean, de más ingenuidad que astucia, de más ternura que altivez. De quien se ha equivocado al creer que cuanto más se siembra, más se recolecta, olvidando que no vale cualquier semilla ni cualquier lugar para que la cosecha valga la pena. Una huella que, ojalá, vuelva a ser anónima, excepto para sus amigos. Los que quedemos.
Acojonante retrato, interesantísimo. Enhorabuena.
Lo que descubro difícil es encontrar un blog que me puede capturar por un minuto , pero su blog es diferente. Bravo .