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Capítulo IX

Todos quedaron estupefactos. Nadie se movía. Ni siquierra los sirvientes de palacio se atrevían a limpiar lo derramado y recoger del suelo los pedazos de marmita, tal era la furiosa expresión del rey. Los reos, junto a los guardias que los custodiaban, cuchicheaban entre ellos. No entendían la naturaleza de tal drama, pues sabían de la virtud mágica de aquella sopa que ningún malgasto agotaría, siempre que quedara siquiera algo de ella, por exiguo que fuera lo restante.

Los cazos digitalesLos cocineros reales miraban inquisitivamente a Orial y a Edith, los únicos que podrían cocinar de nuevo el dichoso manjar, mientras éstos, a su vez, se lamentaban porque el duque no hubiera podido concluir aún su alegato. Habló, por fin, el rey.

– Vosotros dos, ¿cuáles eran vuestros nombres? – dijo dirigiéndose a la pareja -, ¿Edith?¿Orial? Espero que dispongáis de sopa suficiente para los invitados a mi fiesta. Pues, si no es así, será a mí a quien habréis ofendido y responderéis por ello.

– Y vos, duque – añadió -, sabed que he desperdiciado mucho de mi valioso tiempo con vuestra ininteligible historia. Que vuestros defendidos y vos mismo me habéis enredado con una serie de sinsentidos de los que únicamente he sacado en claro la excelencia cierta de este guiso, del que ahora he de privar a mis invitados y a mí mismo. Me importa poco la suerte de estos cuatro ganapanes – dijo señalando a los acusados – pero espero una buena causa de vos que justifique todo este embrollo. Os concedo un minuto para explicaros de una buena vez. En cuanto a vosotros – añadió señalando a la pareja propietaria de la Olla Mágica -, apremiaros en cocinar si pretendéis aún obtener algo de mí.

– Majestad, no debéis preocuparos por vuestra fiesta – intervino el duque -, estoy seguro de que podréis contar a tiempo con el delicioso manjar.

En esto, uno de los cuatro reos, dejó oir su voz.

– Majestad, permitidnos hablar y sabréis la verdad de esa sopa – rogó con voz lastimera – sólo queremos una oportunidad para defendernos de una injusticia.

El duque y otros nobles, así como los guardias que los vigilaban, hicieron ademán de empuñar sus armas para acallar a los facinerosos que osaban dirigirse a su majestad sin ser preguntados, pero el rey les detuvo con un gesto.

– Dejad que hablen. Hasta ahora no he entendido del todo el fondo de este asunto y me intriga conocer su apelación. Adelante, habla – le dijo al ladrón que había interrumpido.

– Señor, con un solo plato de esa sopa que quedara en vuestras cocinas daréis de comer a todos vuestros invitados – los presentes se miraban entre sorprendidos e intrigados -. Ordenad que os lo traigan y podré demostrároslo.

El monarca se removió incómodo en el trono, cada vez más desconcertado. Edith y Orial escuchaban con la cara descompuesta. No podían permitirse que su gran secreto quedara desvelado. Tras el desastroso incidente recién sucedido no se atrevían a abrir la boca. Miraron expresivamente al duque confiando en su probada astucia y determinación. Éste ya terciaba con premura mal disimulada.

– Mi señor, disculpadme el atrevimiento, pero ¿no creéis más opurtuno ajusticiar a los reos cuanto antes y así podremos todos hacer cuanto sea preciso para que la fiesta esté a la altura de vuestra majestad?

– Silencio, duque, todo se andará. Llegados hasta aquí, ninguna explicación me sobra y acabaré con esto a mi modo -le acalló el soberano -.

– Nosotros habíamos llenado un odre con la sopa, es verdad – continuó el supuesto ladrón -. Es cierto también que comimos de él hasta hartarnos. Como también es cierto que repartimos sopa entre todas nuestras familias. Como aún quedara sopa, llenamos pequeños recipientes, muchos en realidad, que trajeron amigos y compadres. Todos ellos han suministrado, sin vaciarse lo más mínimo, abundante sopa a sus poseedores, durante meses , todavía hoy lo hacen.  Majestad, esta sopa es mágica e inagotable. Nosotros no hemos hecho más que servirnos de ella para llenar un pequeño odre.

– ¡Pero la robásteis! – aseveró acusadoramente Edith, sin poder contenerse -.

El rey miraba a unos y otros esperando que alguien contradijera la grotesca versión que de los hechos había dado el detenido. Pero ni el decidido duque ni ninguno de los nobles hablaba.

En esto el jefe de los criados, el mayordomo real, se acercó al trono y susurró unas palabras en el oído del rey. Tras intercambiar inaudibles susurros con su hombre de confianza, el monarca se levantó con parsimonia de su trono y se dirigió hacia el lugar donde se encontraba la pareja agraviada.

– Tengo noticias de vuestra original manera de preparar este delicioso manjar – pronunciaba las palabras lentamente, como para enfatizarlas -. Uno de mis cocineros, por cuya sagacidad y celo le honro con servirme, dice haber visto cómo llenábais la marmita que ahora habéis dejado caer, con un odre pequeño que extrajísteis de vuestro zurrón. Comprendo que tanto como eso es imposible, pero explicadme por qué añadístes un ingrediente en secreto, cuando sabéis de mi interés en tener la receta?

– ¡Mi señor, eso es falso!…eehh, nunca osaríamos…ocultaros nada – balbuceaba un nervioso Orial -.

– Majestad, os lo suplicamos – rogó el reo más joven – haced que traigan tan solo un pequeño resto de sopa y lo entenderéis todo.  Con una pequeña cantidad podréis comer vos, todos los aquí presentes y aún vuestros invitados. Si no es así, ordenad que nos ajusticien.

– ¡Sea! -. Acallando murmullos y protestas, el rey ordenó que se trajera de inmediato cuanta sopa hubiera sobrado en la cocina. Apenas unos instantes después, el cocinero mayor trajo una pequeña cazuela de hierro de la que brotaba aquel inconfundible y cautivador aroma. El ladrón, ante la mirada de odio de los denunciantes sugirió al rey lo imposible.

– Majestad, si ordenáis servir de esa cazuela en tantos otros recipientes como gustéis, comprobaréis que no os miento.

Sin esperar la orden de su soberano, quien asentía por saber en qué paraba el misterio, los criados de la cocina se apresuraron a traer una docena de odres y marmitas. El cocinero comenzó a extraer de la cazuela, con la ayuda de un gran cazo, una a una, generosas raciones del guiso en los demás recipientes.

Pasados unos minutos, todos los odres y las grandes marmitas estaban llenas a rebosar. El rey, completamente desconcertado, pero repentinamente contento, sólo atinó a decir:

– ¡Que todo el mundo coma. Hoy tendremos una gran fiesta!

Continuará en La Olla Mágica X


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