“Populismo” es la etiqueta con que identificamos una amenaza creciente sobre los regímenes a los que etiquetamos como “democracia”. Pero ponerle un nombre y llamar a conjurarlo como un gran peligro, no sirve ni como diagnóstico ni como solución al problema que evidencia y por el que nace y crece.
El populismo es uno de nuestros últimos grandes anatemas, la etiqueta con que identificamos todas esas fuerzas difusas que, como un cáncer inexorable, parecen reproducirse y extenderse por la mayoría de las llamadas democracias, desde las más ejemplarmente progresistas nórdicas hasta las más endebles y agitadas latinas, pasando por las grandes mentoras originales francesa y norteamericana.
Parece obvio que esta extendida tormenta populista no es fruto de la casualidad, como lo es que muestra muchos rasgos en común entre sus distintas manifestaciones, invalidando los conceptos derecha e izquierda, diluidos en un caldo de liderazgos personales que presumen, no sin razón, de no tener color.
Pero tildar a alguien de populista, de antidemocrático, de iliberal o de cualquier otro atributo “indeseable” no sirve para hacerlo desaparecer del paisaje, más bien para evidenciar su existencia, tal como saber el nombre de una enfermedad que nos aqueja no sirve para curarla sino para ponerla de relieve. Parece, sin embargo, que el debate mediático es más importante repartir etiquetas, peyorativas unas, elogiosas otras, según los grupos, más bien los bandos, a los que cada uno se sienta afiliado.
Más nos valdría reflexionar desde la humildad si ese ideal al que llamamos democracia es cada vez más sólo un ideal y cada vez menos una realidad, porque el auge de ese maldito populismo quizá no sea más que el agua que se cuela por las grietas de un bello pero decrépito barco, que sin darnos cuenta, ha perdido solidez y requiere con urgencia reparaciones que eviten su naufragio. Si entra cada día más agua por entre las maltrechas cuadernas de nuestra democracia no es culpa del agua. Detrás de lo que llamamos populismo hay gente, no lo olvidemos, cada vez más personas a quienes el sistema político en el que han crecido ha dejado de dar respuesta a sus deseos y a sus miedos.
Pensar así es asomarse a lo desconocido, aceptar cierto grado de vértigo, pero autoconvencernos de que el mal viene de un enemigo a combatir, ignorando el mal que aqueja a nuestros gastados estados, es políticamente suicida. El viejo argumento, según el cual la democracia es el menos malo de los sistemas políticos, empieza a sonar hueco en lo oídos de los desencantados. Sobre todo porque parece que nos importa más adscribirnos a una palabra de connotaciones totémicas, democracia, sin preocuparnos de dar contenido y vitalidad a lo que representa.
El viejo argumento, según el cual la democracia es el menos malo de los sistemas políticos, empieza a sonar hueco en lo oídos de los desencantados
Hagamos nuestras las inquietudes de aquellos ciudadanos que acusan al sistema democrático de ser un fraude de hecho, busquemos las respuestas que demandan y, aceptemos las persistentes carencias del sistema y, por qué no, hagamos las rectificaciones necesarias para que el dichoso populismo, ese al que muchos tememos y del que no esperamos soluciones reales, pierda su razón de ser, el descreimiento que le sirve de sustento. Un descreimiento que, seguramente, deberíamos compartir para recuperar los valores de los que presumimos pero que apenas defendemos.
El paro, la inflación, el deterioro medioambiental, las migraciones, la política vacía, la desinformación, los nacionalismos, las pandemias, la globalización, la violencia pequeña y grande….la lista es enorme. Son asuntos graves que han de preocupar a unos y a otros. No vaya a ocurrirnos como en la fábula de Los dos conejos de Iriarte que, mientras discutimos si somos galgos o podencos, populistas o demócratas, nos atropella la realidad y arrasa con todo, con lo malo que nos aqueja y con lo bueno que habría que salvar.
Cuando señalamos a una determinada propuesta y la tildamos de populista, lo argumentamos con frecuencia diciendo que contiene una solución demasiado simple a un problema demasiado complejo. Lo preocupante es que nadie asume la responsabilidad política, el riesgo político, de proponer una solución alternativa, más o menos compleja, más o menos eficaz a ese problema. Parece que despreciando la solución simple e inútil, podemos despreciar a la vez nuestra obligación de atender al problema. Y esa actitud, amparada por nuestro sacrosanto barniz democrático, no hace sino agrandarlo y allanar la pista de despegue de los movimientos que queremos combatir.
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