Esta es la carta de un seguidor de Aznar, que quiere ahondar en los misterios que encierra la doctrina de este gran hombre
Los expresidentes, según Felipe González, son como jarrones chinos, algo muy valioso que nadie sabe bien dónde poner. Algunos jarrones tienen la habilidad para ponerse por sí mismos encima de la peana más prominente. Ajenos a su aspecto kitsch y a la falta de sitio previsto para ellos lanzan sus exuberantes filigranas como destellos chillones por encima del mobiliario y consiguen llamar la atención despechando su propia extravagancia.
Aznar, en su permanente autocomplacencia, nos obsequia ahora con su opinión sobre el cambio climático y lo que le rodea.
Por alguna psicosomática razón, no puede evitar pontificar sobre asuntos en los que nunca ha sido autoridad alguna. Recuérdense sus lecciones de historia medieval o sus conferencias sobre macroeconomía. Admitamos que su oficio de inspector de hacienda ha sido ampliamente superado por el de líder circunstancial de los conservadores españoles, lo que no es poco, desde luego. Pero de ahí a polemizar contra un amplísimo consenso de la comunidad científica internacional, erigiéndose en el líder de la contrarevolución ecologista va un abismo.
El hombre que, junto a su entrañable colega tejano, se enfrentó a la ONU, el hombre cuyo bigote es la metáfora de su original ideología conservadora-reformista no podía callarse ante el avance del nuevo comunismo que otros no se atreven a denunciar. Ese movimiento por cuya hoguera pasa el sano capitalismo, cuyo traspiés global se hubiera evitado si hubiésemos seguido las consignas de este pequeño gran hombre.
José María Aznar, genio y figura, denuncia ese sumidero de recursos que supone el protocolo de Kioto, desvelando al mundo, alguien tenía que hacerlo, lo bien que vendrían esos dineros para otros fines más afines. Si el planeta se resiente de la actividad humana es, en todo caso, por falta de mayor explotación. El crecimiento industrial conjurará sus males.
Tras su inapreciable libro “Carta a un joven español” sólo queda pedirle una nueva obra urgente, esta vez dirigida a todos los ciudadanos del mundo, que nos inspire ante tanta manipulación a la que nos someten ecologistas, científicos y rojos en general. Que nos libere de las dudas que encadenan el progreso y alejan el bienestar y la paz mundial.
Quizá entonces, además, entendamos el verdadero origen de la inspirada, desinteresada y abnegada tarea de su esposa por el medio ambiente.
Aunque vete tú a saber, quizá haya sido ella quien le haya iluminado a él acerca de los nuevos demonios que acechan a cada paso en forma de ecoinquisidores. Que ella, al fin y al cabo, tiene que soportarlos, con paciencia infinita, casi a diario.
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