No hay forma de zafarse de un hecho que machaconamente se deja ver permanentemente. Existe un indeterminado de personas a las que les sobran recursos. Repito, no creo que haya otra forma de decirlo, les SOBRAN.
No pretendo apelar aquí a los principios del socialismo clásico, cuyas realizaciones históricas no han logrado más que apuntalar a sus detractores. Tampoco al cada vez más débil estado del bienestar socialdemócrata. La antaño anhelada aldea global, transmutada en nuestra discutida globalización es un fenómeno probablemente irreversible cuyas consecuencias son, como sucede casi siembre, un collage de luces y sombras. Una de las más relevantes es el hecho de que ya no son viables los cambios drásticos en la política económica de ningún país si suponen la colisión con el marco global. La economía ya no pertenece a nadie. Pero eso sólo nos impone una visión obligatoriamente global si pretendiéramos dar un volantazo serio al sistema imperante que permite cotas de desigualdad escandalosas en una sociedad donde una parte de la población se mueve en el umbral de la indigencia o más allá de él. Esta nueva situación, donde nadie es independiente de nadie, hace muy difícil un cambio de rumbo que abra nuevas vías de desarrollo social para nuestro desigual mundo. Pero no puede servir de excusa para la resignación ni para la estéril demagogia.
Dejando a un lado ensoñaciones utópicas, es necesario revisar urgentemente la ética dominante que, no solo tolera un alto grado de sufrimiento para los menos favorecidos sino que permite que se agrande aceleradamente el peligro de colapso ecológico y climático. En este sentido, es una pena que en nuestras presuntuosas democracias no voten los animales ni las plantas. La madre Tierra está prematuramente avejentada por el maltrato a la que la sometemos sus hijos más poderosos.
Pero estas dos grandes vergüenzas de nuestro ingenuamente encumbrado siglo XXI, no son dos fenómenos independientes. Promovida por un liberalismo poco liberal, la desigualdad social se nutre de la permanente acumulación de riqueza y poder en unas pocas manos y ésta, a su vez, de la maquinaria de sobreproducción y fomento enfermizo y universal del consumo que agota el planeta. Un cóctel mortífero que no podemos ignorar ni dejar de combatir con auténticos debates de ideas, con acciones no partidistas, no clasistas, no nacionalistas, simplemente bienintencionadas y sujetas siempre al ensayo y error, nuestro modesto y simple método de progresar que tantas veces desatendemos.
Es una pena que no voten los animales ni las plantas. La madre Tierra está prematuramente avejentada
Existen métodos aún sin explorar, como una nueva cultura fiscal, subrayo, nueva, que sin desmotivar a quien aspire a mejorar, beneficiándose de una movilidad social estimulante, poniendo en juego su creatividad, su trabajo o su inspiración, desincentive radicalmente toda acumulación de capital que perjudique la diversidad empresarial, la libre competencia real, el empleo o la biodiversidad cultural. O como el abandono del crecimiento como la panacea contra el desempleo estructural, que tras décadas de fracaso no ha hecho más que acentuar nuestros desequilibrios. Progresar en calidad, no en cantidad. Desde luego, esto no tendría sentido sin una fuerte batalla contra el exceso de concentración de recursos.
Quien sostenga que todo esto se ha probado ya, miente. Pero, sin duda, no son más que minúsculas aportaciones a un debate necesario, fértil, a una suma de ideas, no una absurda competición por la victoria que es en lo que hemos convertido nuestro espectáculo electoral. Quienquiera que gane y se alce victorioso tal como hoy entendemos las contiendas electorales no será más que una triste sombra de lo que una verdadera cooperación global, hoy posible, puede brindar al futuro de todos, subrayo, de todos.
Sé el primero en comentar