La bolsa o la vida, esa es la cuestión. Si el dinero reina sobre la sociedad global y sólo unos pocos están satisfechos, es la hora de destronarlo
Ni al paro, ni al sida, ni a las migraciones, ni al hambre, ni a la desigualdad, ni a la contaminación, ni a las guerras, ni al terrorismo, ni a los suicidios, ni al fanatismo, ni al racismo…no hemos frenado a ninguno de nuestros odiados demonios.
Murió el socialismo real, no se sabe si de muerte natural, incapaz de sostener su intoxicado organismo, o a manos de la seductora voz del consumismo occidental, cargado de veneno por el que todos suspiran. Apenas nos quedan retazos de una revolución moribunda en Cuba, o una bandera vieja y transformista en China, cuyo rojo aspira a terciopelo y a moqueta de multinacional. Guiños a un pasado que no ha de volver. O regímenes topo que no se resignan a desaparecer sin recoger la propina, como Corea del Norte. Nada sacaron, nada sacamos en limpio del socialismo real, hoy reconvertido a un capitalismo sin ideología, quizá más auténtico por eso mismo.
El capitalismo, vencidas las incómodas barreras de una socialdemocracia, por fin entregada al mercado, enterradas ya las hachas de guerra descolonizadoras, reconvertidas en armas, sida y hambruna, se alzó triunfante desfilando su globalización tras el himno neocon. ¿Y para qué?
Para que ninguna de sus promesas se cumpliera, para que sus sarcasmos a costa de los fracasos socialistas resulten ahora huecos y patéticos, para que el mundo tiemble sin rumbo y sin asidero alguno, para que ahora, el pánico se haya vuelto global. Y, por si fuera poco, hace tiempo que el terror vaga sin sentido por doquier, como en una mala película de serie b. El odio entre pueblos y culturas germina con fuerza, como las amapolas en Afganistán, como la pobreza en África, como el cambio climático, que parece mutarnos también el alma .
Y ahora ¿qué? Hace diez años, George Soros titulaba uno de sus ensayos con la significativa expresión “La crisis del capitalismo global”. Advertía con toda clase de argumentos contra la peligrosa deriva del sistema y nuestra tendencia fatal a no controlar los procesos económico financieros en los que nosotros mismos estamos inmersos. Sólo es un ejemplo entre tantos. Pero nadie podrá decir que su advertencia procedía de los marginales antisistema, siempre destructivos, o de la propaganda comunista. Lo menos que podemos esperar es que se callen ahora los que durante las últimas décadas han presumido de estar del lado de la verdad. El problema, aunque así sucediera, es encontrar algún lugar fuera del sistema, una atalaya descontaminada desde la que observar al enfermo.
Porque no es admisible que los responsables del desastre sean los encargados de tomar las graves decisiones que han de reequilibrar nuestra existencia colectiva. No gracias. Basta. Es verdad que no tenemos más líderes hoy que los que hay. Que no cabe esperar que repentinamente emerja un flautista de Hamelín a quien todos escuchemos y sigamos. Pero sí podemos y debemos exigir con todas nuestras fuerzas que se reconozca por quienes hasta ahora no lo han hecho que la estructura ultracapitalista que ha empequeñecido la política hasta su más raquítica y servil expresión estaba equivocada. Que empecemos a dejar de confundir empresa con codicia, democracia con mercdao y valor con dinero.
Sólo veremos la luz si abrimos las ventanas. Habrá corriente, se volarán los papeles, perderemos parte de nuestras referencias, pero ganaremos esperanza. Porque para variar, oiremos a quienes, desde fuera, llevan años rogando que les escuchemos.
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