Ahora reclaman la compensación por la pérdida de su dominante posición, frecuentemente, abusiva.
Allá por los lejanos setenta, las grandes multinacionales discográficas, decidieron deshacerse paulatinamente de todos sus medios y profesionales de la producción, o sea, de estudios, técnicos, productores y músicos, con el fin de minimizar riesgos y optimizar resultados, quedándose con el único papel de inversores y promotores, o de meros rentistas de sus catálogos, pese que habían nacido cuarenta años antes como puros estudios de grabación.
La capacidad técnica y artística de las compañías discográficas, apoltronadas tras los rentabilísim
os cincuenta y sesenta, estaba siendo desafiada, poco a poco, por las mucho más ágiles y atrevidas propuestas de algunos jóvenes creadores independientes, multiplicados por efecto del “baby boom”y porque se abrazaba la música rock como
signo generacional. Como en el conocido caso de Mike Oldfield, rechazado por todas las grandes, rompían moldes de tal modo que eran capaces de “robar” clamorosos éxitos al oligopolio. Además. la tecnología musical, en plena efervescencia por la eclosión de los sintetizadores y los albores digitales, estaba transformando la producción musical, cada vez más exigente y sofisticada, en un lastre incómodo e innecesario para las multinacionales. Su necesidad de adaptación unida a la lentitud con que su gigantismo les permitía reaccionar, les llevó a un análisis muy provechoso de la situación.
Gracias a una escandalosa, exclusiva y fructífera simbiosis con la la radio, única llave para la promoción y la difusión hasta bien entrados los noventa, tejida a base de entrecruzar intereses, y a sus siempre crecientes, y ya por entonces, inmensos catálogos, las discográficas no necesitaban ya producir ni arriesgar en nuevos valores. Toda obra que aspirara a cierta notoriedad debería llamar a las puertas de las grandes compañías, ceder ante sus abusivas condiciones contractuales, incluyendo una buena parte de los derechos de autor, y rogar para que la puerta sacrosanta de la radio le fuera franqueada. Por tanto, el negocio podía beneficiarse mucho más de una producción artística externa e independiente.
Dadas las circunstancias por las que el grupo de multinacionales controlaba el estrecho embudo de la difusión, los profesionales de la música se veían obligados a competir entre sí, ante las discográficas, tanto en el plano artístico como en el económico. La subasta a la baja de productores, músicos, técnicos y estudios de grabación, estaba asegurada. Y si, en principio, estudios, técnicos y músicos eran contratados y supervisados por profesionales de la compañía, luego acabarían por ser los mismos estudios y sus colaboradores quienes deberían apostar por los nuevos valores y propuestas musicales. Arriesgando hasta el absurdo sus casi nulos recursos financieros debían intentar ser los afortunados elegidos cuya obra, completamente terminada, fuera adquirida para su explotación por alguna de las compañías discográficas. El premio era recuperar la inversión realizada para alumbrar y producir la obra, en el mejor de los casos, a menudo superior de lo soportable para la pequeña capacidad financiera de los estudios. Y, si acaso, más tarde, el producto resultante llegara a ser un gran y provechoso éxito, podría, como mucho, acumular méritos para atraer de nuevo el interés de las mismas compañías.
Por este procedimiento, miles de obras ya grabadas, no han visto nunca la luz, lo que jamás preocupó, en absoluto, a cualquiera de los actuales predicadores por la “música”.
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