Desde una pantalla de ordenador no se ganan guerras ni se derriban regímenes totalitarios…pero alguien muere por ello
La guerra del Vietnam fue la última guerra que los estadounidenses emprendieron con el convencimiento previo de la victoria. Después de ella nada sería igual. Tras ella la tecnología se haría más y más sofisticada para dotar a los ejércitos de occidente de la capacidad de aniquilar al enemigo minimizando el riesgo, manteniendo el número de bajas en un nivel asumible. Por fortuna, hace tiempo que las infames armas de destrucción masiva no son ya viables. No representan ya más que una incierta capacidad disuasoria en una guerra fría que ya terminó, una peligrosa tentación para los ejércitos de los pobres y para los grupos terroristas o, como mínimo, una amenaza constante de autodestrucción global.
Así que la electrónica digital, las telecomunicaciones, la tecnología aeroespacial y toda la vanguardia de la ciencia se puso al servicio del ejército más grande de la Tierra. Un ejército, el de USA, cuyo presupuesto casi iguala la suma de todos los restantes del mundo.
La guerra electrónica y toda su parafernalia de armas cibercontroladas, sin embargo, no sirvió para que EEUU derrotara a sus paupérrimos enemigos en Somalia, ni en Irán ni, desde luego, en Afganistán, ni tan siquiera en Iraq donde, en contraste con los augurios de las Azores, la discutible victoria ha sido, como mucho, pírrica.
Doctores tiene el Pentágono para establecer las causas de esta paradoja pero puede pensarse que, quizá, tras la pantalla de un ordenador, no pueda vencerse a quien no tiene donde huir, a quien en una guerra sólo puede vencer o ser derrotado, por la simple razón de que está ocupando el único lugar donde es capaz de sobrevivir, porque ha sido forzado a defender su vida hasta el final, le guste o no. Desde un centro de mando estratégico de guerra electrónica se puede desencadenar un castigo inmenso al enemigo pero no derrotarlo, salvo que se aniquilen todos sus refugios, sus casas, su tierra.
Pero mientras los generales digitales se dan cuenta de la ineficacia de sus siniestros juguetes, una lluvia fina, casi transparente de muertos, huérfanos y desgraciados sin nombre ni cara, va inundando inútilmente la historia y el recuerdo de los contendientes. Van cayendo, como las carcasas vacías de las balas, inservibles ya sobre los adoquines mudos. Estúpido y cruel, pero real.
Repentinamente aupados por una fiebre nacida más del ocio que de la inquietud social, Facebook, Twitter y cuantas redes de comunicación preñan nuestro siglo, se revelan también como los nuevos centros del activismo político. Con cierta lógica aunque con inconsciente petulancia, se arrogan miles de internautas, que todavía son una clase social, el mérito y el poder de llevar la revolución a las calles. Con nuestros ordenadores, podemos provocar la caída de los tiranos, derribar regímenes totalitarios, imponer la democracia, proclaman con orgullo. Tienen razón. Ellos, como los generales electrónicos, son capaces de resquebrajar las defensas enemigas, los castillos de los dictadores. Pero quizá incurren en un error parecido al que cometen los generales digitales.
las madres esperan inútimente tras sus lágrimas la vuelta de sus inocentes, atrapados por una revolución tan explosiva como desnortada
Los nuevos ciber revolucionarios teclean sus soflamas que, inmediatamente, son multiplicadas por los ecos virtuales de miles de entusiastas seguidores encantados de participar en un auténtico contrapoder fuerte y temible. Un contrapoder que, escudado tras la virtualidad de Internet, asume, como en la guerra electrónica, el mínimo riesgo físico. Otra vez la lluvia de muertos anega de lágrimas la realidad. Aunque ahora no son militares los que aprietan los botones del desafío, sino simples internautas pacíficos, chicos soñadores hartos de la anomia que asola su generación.
Pero también ahora las madres esperan inútimente tras sus lágrimas la vuelta de sus inocentes, atrapados por una revolución tan explosiva como desnortada. Tan pobre, que solo alcanza para derribar al tirano, ¿alguien recuerda la caída de la estatua de Sadam? La victoria de los ejércitos digitales es sólo una ilusión, porque no basta hacer temblar las rotativas ni hacer huir a los dictadores para que una revolución lleve luz a un pueblo anclado en su pasado. Sólo el tiempo, largo, áspero y caótico de una lenta historia de reconciliación y sacrificios acabará por traer, quizá, lo que la revolución prometió.
Mientras, los internautas volverán a sus indignaciones de turno, a sus liturgias autocomplacientes. Los muertos serán olvidados y los pueblos quedarán con sus cicatrices, sus jazmines marchitos y sus esperanzas. Solos, otra vez.
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