El altar donde se enaltece el crecimiento económico como el gran tótem del bienestar es la tumba de nuestro futuro
No escarmentamos.
Hubo un tiempo en que sonaron las dulces trompetas del cambio absoluto. La crisis financiera mundial era vista por muchos como el punto de inflexión dramático que la historia nos mostraba en la antesala de un nuevo orden económico mundial. El cambio climático imparable, la estrepitosa explosión de la burbuja financiera, el estancamiento de los males endémicos de la humanidad y la decepción por el derrumbe de las espectativas pintadas por el neoliberalismo hicieron pensar a casi todos que era hora ya de cambiar de baraja, de juego, de tapete, de mesa y de jugadores.
Pero, incomprensiblemente, sólo ha sucedido una cosa. Que con renovados bríos, vuelvan a sentarse los mismos jugadores para seguir jugando al mismo juego. Eso sí, prometiéndonos no volver a cometer los mismos errores.
Tal como no notamos la asombrosa velocidad con que, bajo nuestros pies, la Tierra gira sobre sí misma, apenas alcanzamos a notar que el crecimiento económico sobre el que cabalgamos ansiando que galope más y más, puede estar llevándonos al abismo.
China crece al 10 por ciento anual, lo que doblará la capacidad depredadora de su economía en ¡unos siete años!
Es aterrador el cinismo con el que los gurús oficiales, bendecidos desde todas partes, pregonan la bonanza que traerá el crecimiento. El paro desaparecerá, la riqueza aumentaráy el progreso se extenderá. Al ritmo actual de crecimiento, algo más del 10 por ciento anual, China doblará su consumo de materias primas, su deforestación, su urbanismo salvaje, su producción de desechos industriales y su contaminación ¡en solo siete años!
Mientras tanto, las otras potencias industriales solo piensan en acompañar al gigante asiático en sus éxitos. Compiten en su afán por pulsar la tecla adecuada que ponga en marcha el “benefactor” crecimiento.
¿Por qué?
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