La revuelta tunecina que ha acabado con el régimen de Ben Ali desemboca en una pugna caótica por el poder entre facciones de desdibujada ideología.
Ni los fenicios cartagineses, constructores de sus ancestrales orígenes, ni los romanos, los primeros colonos que se hicieron con sus riquezas, ni los almohades, conquistadores y motores de su época de esplendor, ni los otomanos, incapaces de la paz entre sus propias facciones, ni los franceses, primeros colonos de la depredadora revolución industrial, ni los alemanes del tercer Reich, que ultrajaron su suelo, ni sus huéspedes palestinos, ni sus ultramarinos vecinos italianos, han dejado que crezca en paz esa tierra tunecina que merece algo mejor que una revolución cruenta sin norte ni fin cierto.
Lo paradójico es que, quizá, la etapa más prometedora de su historia reciente fue liderada por el derrocado Ben Ali. A finales de los años ochenta sustituyó en el poder a Habib Bourguiba, el “Combatiente Supremo”, presidente vitalicio y líder absoluto y absolutista del Túnez independiente. Se abrió entonces un período de reconciliación nacional y de apertura sin igual entre los países del entorno magrebí.
La historia sólo da consuelo para recordar víctimas de las revoluciones que contrapusieron una verdadera causa al régimen que derribaron.
El partido de Ben Alí, el RDC (Rassemblement Constitutionnel Démocratique) se ha mantenido muchos años dentro de la Internacional Socialista hasta que fue expulsado esta misma semana, tras los últimos acontecimientos. La inevitable tensión entre la modernización y occidentalización del país por un lado y la activa minoría islamista o una izquierda sindical y partidaria, insólita en el Magreb, llevó a Ben Alí a un pragmatismo que se alejó poco a poco de sus ideales iniciales. El prolongado uso del poder acabó por corromper sus estructuras, aunque no más que en tantos otros estados que respeta la comunidad internacional.
La crisis ha traído la desesperación a tantos pueblos que ven oscurecerse un futuro, antaño lleno de promesas y esperanzas. El tunecino no es una excepción. Como en tantos otros sitios, los agitadores de unas facciones y otras encuentran ahora su oportunidad. Desde el norte, aplaudimos una rebelión civil en cuya bandera puede leerse la palabra mágica: democracia.
Veremos qué queda de esta bandera cuando la sociedad tunecina deba estructurarse alrededor de diversas y distantes ideologías cuyos emergen ahora pugnando por los puestos privilegiados de la nueva época. Las revoluciones son, a menudo, casi siempre, cruentas. Sus víctimas se lloran con honores. Pero la historia sólo da consuelo a las que tienen una causa, a las que contraponen algo definido al régimen que derriban. No parece que los muertos de Túnez vayan a ser recordados como héroes de nada.
Ya se han derribado monumentos y quemado retratos del líder caído. Pero sería muy triste que el futuro traiga la añoranza de un corrupto Ben Alí porque nada ni nadie logre hacer olvidarlo.
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