La democracia, como sus leyes, tiene un espíritu que la alienta que no debe ser marginado por el culto a la letra de sus normas.
El juez Baltasar Garzón, conocido internacionalmente por su relevante papel el el encausamiento de Pinochet y por su defensa de la Justicia Universal, se encuentra inmerso en varios procesos legales abiertos contra él. Entre el regocijo de sus enemigos, no pocos, y el escándalo de sus admiradores, muchos, el juzgador es ahora juzgado por supuestas faltas sobre las que todo el mundo discute. Un debate que nos recuerda que detrás de la ley, hay legisladores y detrás de éstos, hay electores de diversas ideologías y talantes.
El caso del juez Baltasar Garzón, para unos un proceso judicial ortodoxo, para otros, un proceso político, justicia en marcha para unos, iniquidad y atropello para otros, obliga a reflexionar sobre el papel que la sociedad otorga a la administración de justicia. No sólo cabe preguntarse sobre las atribuciones y potestades de los jueces, sino sobre las de las mismas leyes, aun corriendo el riesgo de tirar de un hilo que, como el de algunos tejidos, conduzca a que la trabajada tela de nuestro orden social, se deshaga completamente.
Se nos ha dicho siempre, aunque últimamente no sea un lugar frecuentado por los académicos del derecho, que la ley, toda ley, se expresa por su letra, su articulado concreto, y se inspira por su espíritu, a menudo apuntado en las introducciones a la propia ley. También se ha dicho que la justicia lo es menos cuando olvida este espíritu de la ley y sólo atiende a la letra. Sobre todo cuando aplicar escrupulosamente ésta, pueda oponerse a aquél.
Es curioso con que ahínco defienden, en algunos casos, la Constitución y, en general, todo el entramado legal, aquellos que encuentran precisamente en la letra de la ley el acomodo a sus deseos, aun cuando no fueran en absoluto fervientes promotores de la misma. Es el caso de muchos militantes del PP, el partido conservador español, que engolan la voz y se ponen graves para señalar al juez Garzón como presunto prevaricador en el caso de la fallida instrucción sobre las víctimas del franquismo en la postguerra civil española. Estos pontífices de la corrección política de quita y pon nos aleccionan con un credo que, cualquiera lo diría al oírlos, parece que se crean. La democracia es el imperio de la Ley, el estado de derecho lo es gracias a la garantía de que la Ley es igual para todos, nos recitan con cierta suficiencia “supermegademocrática”.
Hubo que conculcar mucha letra legal vigente, trastocar hábitos, olvidar la letra pequeña, incluso la grande, para abrir paso a un nuevo régimen de libertades, para llegar a donde estamos ahora.
Pero alguien debe recordar que la democracia se constituye en España gracias al esfuerzo de muchos por encontrar lugares de encuentro que, poco a poco, fueron cristalizando en una Constitución refrendada por una grna mayoría. Una mayoría compuesta por resignados franquistas, que renunciaban a la continuidad del régimen, con la esperanza de que no murieran todas sus herencias, y por esperanzados antifranquistas que confiaban en que el futuro fuera cada día más democrático y menos deudor del pasado.
La nueva letra de la ley era, en la transición española, una exigencia ineludible para poder esgrimir, por fin, un texto constitucional que legitimara una nueva España. Pero lo que latía en cada voluntad, lo que animaba esa ejemplar transformación civil era el espíritu que la inspiraba, un aliento de convivencia y de libertad a ultranza del que nacería cada decisión, cada cuerdo, cada artículo constitucional. Hubo que conculcar mucha letra legal vigente, trastocar hábitos, olvidar la letra pequeña, incluso la grande, para abrir paso a un nuevo régimen de libertades, para llegar a donde estamos ahora.
Así que si el debate pertinente es sobre si la Ley de Amnistía, nacida entonces, ha de revisarse o no a la luz del nuevo derecho internacional; si el importante debate ha de ser sobre si las víctimas del bando perdedor de nuestra guerra civil son o no aún acreedores de reparación, no tienen ustedes ningún derecho a ponerse dignos, señores de PP, para acusar a un juez que ha promovido como pocos los gestos más bellos de nuestro joven régimen ante el mundo, apelando con farisaica demofilia a una ley, mejor dicho, a su letra, que no fue germinada para detener la mano de quien proponga un paso más en nuetra siempre inacabada transición. Pero, a veces, conviene enjaular al espíritu de la ley.
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