Más allá de la polémica lingüística, la expresión “violencia de género” puede ser un obstáculo para la solución de una dramática realidad.
Es bien conocido el viejo debate, aparentemente superado, acerca de la conveniencia de utilizar unas u otras expresiones para denominar estos sucesos que nos sobrecogen y nos dejan una inquietante sensación de pandemia trágica. “Violencia de género”, “violencia machista”, “terrorismo machista” se han ido imponiendo a otras, más acordes con los criterios de los lingüistas, como “violencia de pareja” o “violencia doméstica”, y por supuesto, han enterrado definitivamente el viejo “crimen pasional”.
Puede parecer una polémica estéril, cuestión meramente superficial, la de cómo llamemos a unos crímenes que, en todo caso, todos repudiamos, pero no es cierto. Las palabras, se ha dicho muchas veces, no son inocuas. La machacona insistencia con que se utiliza, contra la opinión expresada una y otra vez por las voces más autorizadas, la expresión “…de género”, merece una cierta reflexión.
El llamado “género”, entendido como un atributo de las personas, no es otra cosa, en castellano, que el “sexo” de toda la vida, a diferencia del carácter masculino o femenino de las palabras, asunto meramente lingüístico que viene referido por el término “género”. Es obvia la diferencia entre ambos conceptos, como se evidencia con infinidad de ejemplos. En lo tocante al sexo, encontramos algunos que, por indecorosos, no dejan de ser ilustrativos. El “pene”, palabra de género masculino que se refiere a un órgano típicamente masculino en lo sexual, recibe, a menudo, nombres de género femenino, como “la picha”, “la pilila” y otros más o menos elegantes, lo que, lógicamente, no altera su significado. Paralelamente, “vagina”, vocablo de género femenino, es tan cabalmente referido a las mujeres y a su sexo como lo son los menos presentables “coño” o “chocho”, sustantivos de género masculino.
Pero como “sexo” es, en nuestro días, una sustantivo que apela, sobre todo a la experiencia sexual, un valor en alza que reclaman para sí unos, otras y todo tipo “otres”, la expresión “violencia sexual” no parece sino una confusa alusión al sadomasquismo o,quizá, a la fogosidad llevada al límite.
Se ha impuesto, por tanto, la “violencia de género” o “machista” como inequívoca apelación a este tipo de violencia. Puede ser que se justifique por la intención de significar inequívocamente violencia de hombres hacia mujeres (excepcionalmente viceversa). Lo grave es que, quizá, estemos ante un fenómeno que poco o nada tiene que ver con eso. Porque no he encontradao una sola noticia de ataques indiscriminados a mujeres por parte de hombres. En nuestra sociedad, no se conocen bandas de machistas que apaleen a mujeres como, por desgracia, sí ocurre en otros casos, como los neofascistas agreden a los negros o a los mendigos, por ejemplo. Porque cada dramático caso se ciñe a una relación hombre-mujer particular y única. Ninguno de los homicidas de esta especie han extendido su agresión al resto de mujeres de su entorno.
¿No sería más sensato y más realista hablar de violencia de pareja?, ¿No estaremos, quizá ante un síndrome que se genera en la intimidad de la relación entre dos personas? Por supuesto, es lógico pensar que habrá hombres y mujeres más susceptibles de transformarse en agresores violentos. Pero en un contexto de pareja.
La sociedad haría bien en poner bajo el microscopio las circunstancias en que dos personas pueden relacionarse íntimamente, o dejar de relacionarse, para intentar descubrir cuales son los factores que desencadenan estas terribles situaciones.
Quizá sea el momento de empezar otra vez desde cero en este maldito asunto. Quizá también de reinventar las mismas palabras con que lo describimos. Si sólo nos dejamos llevar por el camino simple de los diagnósticos feministas más repetidos y ruidosos, que nacen de el mismo y único prisma, el que divide a los humanos en dos bandos enfrentados, desperdiciaremos, quizá, mucha de la energía bien intencionada que, cada día, se pone en juego para combatir infructuosamente un horror con el que todos, “todos y todas”, queremos acabar.
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