Entre los nueve municipios que compiten para albergar el almacén de residuos nucleares, suman menos de 5.000 habitantes. Para ellos, los millones de euros prometidos al ganador son una buena razón para no pensar en posibles perjuicios.
Jugarse el tipo por dinero es algo que hacen, a diario, cientos de millones de personas en todo el mundo. Muchos de ellos se juegan abiertamente la vida por su sustento o por su simple supervivencia. Pero no es un fenómeno repartido aleatoriamente. Si elaboráramos un ranking del riesgo en el trabajo diario por países, no cabe duda de que los más pobres ocuparían los prtimeros puestos. No sólo porque, a menor riqueza, menores infraestructuras en seguridad personal y salud, sino porque el valor mismo de la vida es algo subjetivo, que tiene mucho que ver con nuestros miedos más íntimos. Y la pobreza nunca ha sido madre del miedo sino de la desesperación, y la desesperación genera temeridad, esa temeridad, casi suicida, de los que sólo han conseguido sobrevivir.
La pobreza nunca ha sido madre del miedo sino de la temeridad
Todo esto lo sabemos. Es parte de la vida misma, nos gusta decir. Paliamos nuestra cuota de culpa, asumiendo, al menos de boquilla, la defensa de un futuro más justo y equitativo. Sin embargo, cada día cedemos a los más desfavorecidos el “privilegio” de asumir, precisamente por serlo, los riesgos que nosotros, los acomodados burgueses del occidente postindustrial, rechazamos para nosotros mismos. Y en el negocio del riesgo de las actividades industriales peligrosas, es una vieja tradición. Ya hace treinta años desde que se inaugurara la maldita planta de producción de isocianato de metilo en Bhopal, esa que llevó a la India una tragedia dantesca en forma de envenenamiento masivo. Las potencias coloniales del siglo XIX y XX fueron maestras en ignorar las bajas humanas que las explotaciones de materias primas, destinadas a la metrópolis, provocaban entre la población indígena.
Si se precisa gente que asuma riesgos indeseables, no hay más que dar dinero a los que lo necesitan de verdad.
Hemos aprendido mucho, en todo este tiempo. Se han desarrollado sistemas de seguridad mucho más eficaces y métodos de trabajo mucho más compasivos. Pero hay algo inmutable. Si se precisa gente que asuma riesgos indeseables, no hay más que dar dinero a los que lo necesitan de verdad. Porque si dentro de nuestras ricas sociedades occidentales hace falta, de vez en cuando, instalar un complejo industrial que todos queremos lejos, siempre podemos recurrir a ellos.
El ATC, Almacén Temporal Centralizado, según la denominación eufemística y oficial de turno, o el “CRNP, Cementerio de Residuos Nucleares Peligrosos”, según el apelativo más realista, es un nuevo ejemplo de esta dinámica. Cerca de 15 millones de euros anuales de subvención, numerosos puestos de trabajo y toda clase de promesas materiales han convencido a los de siempre. Un grupo de municipios que apenas son capaces de sobrevivir en un cuerpo social que hace tiempo dejó de nutrir a los pequeños pueblos para abandonarlos a una muerte lenta y triste.
Siete de los nueve candidatos tienen una población decreciente e inferior a los quinientos habitantes. Los otros dos tienen apenas unos cientos de más. Ascó, el pueblo tarraconense que ya acoge una central nuclear y que también solicita el ATC es, quizá, un caso aún más patético, pues aspira a que no le quiten los exiguos beneficios de la actividad nuclear que ya padece y que puede perder, ya que no tiene ninguna alternativa.
Un pueblo nuclear es algo así como un pùeblo apestado. Pese a los alardes de confianza en la seguridad, nadie quiere el ATC cerca. Por eso, ofrecer unas monedas de oro a quien no tiene nada, para que acepte acogerlo, es una proposición indecente. Hacer un concurso y llamar a los solicitantes candidatos es otra indecencia.
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