Los promotores de la nueva filosofía de TVE, que excluirá en adelante la publicidad de todas sus emisiones, se preguntan, al igual que sus detractores, si podrá la televisión pública mantener su alto nivel de audiencia.
Como si hubiera pasado un ángel, los anuncios se han caído de la emisión televisiva estatal española. Anuncios insufribles para unos, por por reiterativos, banales, tóxicos o aburridos, por acosar despóticamente a los espectadores, mientras que deseables para otros, por evasivos, divertidos o bellos, por inspirar sus tentaciones consumistas o por vaya usted a saber qué, lo cierto es que TVE ha cerrado la ventanilla de los anunciantes. Y claro, con ella, también la caja donde recaudara unos cuantos cientos de millones de euros al año. La Ley lo ampara y una red de fuentes financieras se teje para compensar las inminentes pérdidas.
Pero más allá de los arcanos económicos, de los pleitos con que las cadenas privadas amenazan por su obligada cooperación financiera, o de los eventuales conflictos con las leyes europeas, emerge el vértigo. La atronadora publicidad nos ha abandonado después de 54 años de convertirse en nuestra perpetua niñera. Y a fin de cuentas, los españoles vemos la tele con anuncios.
La gran duda, planteada tanto por propios como por extraños, ligada a la razonable cuestión contable, se refiere a la capacidad de la televisión pública para sostener altos niveles de audiencia. Se preguntan unos y otros cómo podrá competir con las privadas. Obsesionados por ello, todos los medios se hacen eco de los altos índices registrados tras el inicio de la nueva época que, por otra parte, no son significativos de lo que debe esperarse, como no lo son tampoco los actuales contenidos de la programación respecto de los que puedan venir en el futuro.
Se olvida, sorprendentemente, incluso por algunos de los responsables de TVE, que la justificación para el fin de la fórmula publicitaria, unida indiscutiblemente al carácter de servicio público de la institución, debe servir también para terminar con las aspiraciones de competitividad en las audiencias, tal como hasta ahora se ha entendido.
El éxito debe llegar si la televisión pública aprovecha su privilegiada independencia del mercado publicitario y exprime esa ventaja a favor del ciudadano.
Nos habían dicho que era imprescindible, que no podía haber televisión sin publicidad. Es el momento de saber la verdad. Pero para ello hay que sacudirse también de las adherencias y servidumbres derivadas del imperio de los anunciantes. Sólo por ellos y para ellos se lucha por las audiencias masivas y los programadores se inyectan en vena diariamente los índices de “share”. Si ya no hay anunciantes a los que ofrecer audiencias, es hora de pensar en ofrecer servicio a los espectadores. Y precisamente ese tipo de servicio que resulte más útil a la sociedad aún cuando sus características no ofrezcan garantías de éxito masivo. Es ahí cuando aparece el vértigo, el miedo a la soledad, a no saber interpretar esa utilidad, tan ajena a nuestros usos televisivos de siempre. El relleno pedante, aburrido y elitista bajo etiquetas de “alta cultura”, no es la respuesta.
La independencia de los informativos respecto de intereses privados o sectoriales, los enfoques participativos que ayuden a madurar nuestra democracia, la educación en la pluralidad, la atención a todas las minorías, el despliegue profundo de recursos no sensacionalistas de investigación periodística, la mirada cultural humanista y universal, la historia y los desafíos del futuro, la información al consumidor y al ciudadano, han de ser nuevos centros de inspiración. Por supuesto, nada de esto es útil si aburre a quienes pretende servir, pero lo hará si cada enfoque responde a necesidades e intereses reales. Así que ese es el verdadero reto de los profesionales que habrán de involucrarse, pero sin mirar nunca más al maldito “share”.
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