El poder político, tanto los partidos nacionales como los grandes líderes internacionales, reflejan una sociedad que, salvo excepciones, es inacapaz de reaccionar ante el desastre planetario que provoca su adicción patológica al consumo y al materialismo.
Copenhague, el último de los intentos para que el mundo reaccione ante el desastre global medioambiental será un nuevo y trágico fracaso. EEUU y China, los dos mayores contaminantes del mundo y líderes económicos internacionales, no darán el enérgico aunque tardío golpe de timón en sus políticas que el planeta necesita .
Vivimos en un mundo que debate, con más ardor del conveniente, sobre si Dios existe o no, sobre si es uno o son varios y sobre si es propiedad de tu religión o de la mía. Es comprensible que, a la luz de la ciencia y del poder de la tecnología, se ensanche el camino para el agnosticismo e, incluso, para el ateísmo.
Mucho menos comprensible es que se renuncie a ética alguna, a un sentido, al menos intuitivo, de la moral y de la justicia. Probablemente son valores necesarios para nuestra propia e individual supervivencia bajo el principio de no desear para nadie lo que no deseas para tí.
Pero lo que escapa a toda lógica, lo que es ajeno a la mínima razón, al sentido común más común, es dar la espalda a la realidad indiscutible de que la Naturaleza es, a la vez, nuestra madre y nuestra casa.
“Madre Tierra” no es un concepto folclórico de nuestro acerbo tradicional. Es una idea que, de momento, no puede ser negada. Es nuestra madre, ya que de ella procedemos y de ella nos alimentamos, como también es nuestra única casa, el único lugar del Universo donde somos capaces de vivir. Sin la Tierra, no tenemos nada.
“Madre Tierra” no es un concepto folclórico. Es una idea que no puede ser negada. De la Tierra procedemos y de ella nos alimentamos. Es el único lugar del Universo donde somos capaces de vivir. Sin la Tierra, no tenemos nada.
Sin embargo, la mayor parte de la humanidad vive de espaldas al problema que nuestro modo de vida ha generado. La insostenibilidad, el calentamiento global, el deterioro de la biodiversidad, el agotamiento de los recursos naturales, son conceptos que, en todo el mundo, se asocian a ciertos movimientos políticosociales, verdes, ecologistas, progres o antisistema, según las distintas sensibilidades, pero que no se asumen como el eje de nuestras preocupaciones ni de nuestras prioridades.
Crecimiento, una palabra que suena bien. ¡Qué crecidito estás! decimos a los chicos que se crían sanos. Pero en economía “crecimiento” sólo significa “aumento de las compraventas y del consumo”
Recientemente, hemos visto cómo los gobiernos de todo el mundo industrializado ponían en marcha una inmensa operación global sin precedentes para salvar el sistema financiero mundial. La gran preocupación de todos ellos era recuperar el crecimiento. Una palabra que suena bien. ¡Qué crecidito estás! decimos para piropear a los chicos que se crían sanos y se nutren bien.
Pero en economía “crecimiento” sólo significa “aumento de las compraventas y del consumo”. Y este aumento permanente, desencadenado desde la primera revolución industrial, hace ya dos siglos, es una máquina que, además de engrandecer los capitales hasta hacer de las grandes multinacionales entes mucho más poderosos que los gobiernos, es también responsable de que las vidas de millones de personas se hayan convertido en una simple compulsión por consumir, mientras otros muchos millones, sumidos en la pobreza, aspiran a ese falso paraíso que el marketing vocea globalmente.
Pero el crecimiento es también es, fatalmente, el causante de que en nuestra Tierra, en nuestra querida e imprescindible Tierra, esté en peligro nuestra propia supervivencia. Porque ya no hay recursos naturales suficientes para atender el voraz apetito de la producción, se ha desbordado la capacidad natural para “digerir” nuestros descomunales desechos y nuestras crecientes emisiones envenenan el aire y filtran el sol. Porque el calentamiento global puede acarrear un cambio tal en nuestros ecosistemas que nadie pueda asegurar ya dónde ni de qué modo habrá un hábitat que permita mirar al futuro de nuestros hijos sin agachar a cabeza.
El consumismo desaforado infecta nuestras mentes de forma tal que quizá hayamos encontrado nuestro fin como civilización a manos de nosotros mismos.
¿Cuántos científicos más deben advertirnos e ilustrarnos sobre el problema? ¿Cuántos desastres naturales extraordinarios más han de suceder?¿Cuántas especies más han de desaparecer?¿Cuántos mares hay que envenenar?¿Cuántas más tierras han de convertirse en desierto?¿Cuántas veces más debemos rehuir nuestra grave responsabilidad?
La única respuesta posible a preguntas tan insólitas es que la sociedad está enferma. Como el toxicómano, como el ludópata, como cualquier adicto grave, el ciudadano moderno de los países industrializados prefiere dejarse llevar por las voces que justifican su patología, esas que, contra toda lógica, niegan la gravedad de la situación para perpetuar un statu quo que favorece sus intereses. El consumismo desaforado, verdadero motor del mundo contemporáneo, infecta nuestras mentes de forma tal que quizá, si no encontramos un momento de lucidez suficiente para sacudirnos de nuestras dependencia y reordenar nuestras prioridades, hayamos encontrado nuestro fin como civilización a manos de nosotros mismos.
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