Ya no queda rastro de la identidad original de nuestra democracia. Toda sus promesas yacen bajo el peso del bello “establishment” en que se ha convertido la clase política europea.
Paolo Flores D’Arcais describe con gran lucidez el cataléptico estado al que ha llegado la socialdemocracia, antaño esperanza de quienes querían conjugar, en lo posible, libertad con igualdad, superando los respectivos vicios de comunismo y capitalismo. Con razón, exhibe este pensador su pesimista punto de vista y advierte contra el peligro que supone la honda decepción de los ciudadanos, incrédulos ya ante un sistema de partitocracia que únicamente se realimenta para procurar perpetuarse, lejos de su función de representación de la sociedad real.
Para ser justos, sin embargo, habría que excluir de este negro panorama a las socialdemocracias de nuevo cuño que afloran en América Latina. Como democracias jóvenes que son, apenas liberadas de viejos y endémicos poderes que han ejercido, de hecho, como auténticos poderes coloniales, merecen las mismas oportunidades para desarrollar sus promesas que las que tuvimos en Europa desde la postguerra. Por tanto, quizá, hablamos de un problema europeo, pero sin olvidar que la democracia del Viejo Continente sirve de escuela para políticos de gran parte del mundo.
La democracia se ha ido convirtiendo en una veleta que gira según soplan los vientos de los votantes, cada vez menos entusiastas, pero que sólo tiene dos caras, apenas diferenciables, que se alternan ante nuestra vista, siempre ancladas al mismo eje, permanentemente inmóvil.
Señala Paolo Flores la incapacidad de la socialdemocracia para liderar, como cabría esperar de su ADN, las reformas que, para el desbocado y fracasado mercado ultraliberal reclama, hoy como nunca, una sociedad en profunda crsis. Sin duda, la libertad de acción consentida, cuando no promovida, del entramado global bancario, con sus puertos francos a salvo, los intocables paraísos fiscales, o la permisividad, estructurada legalmente, respecto de la deslocalización empresarial, basada en el abuso y explotación de la mano de obra desfavorecida del Tercer Mundo, son pruebas palpables de la perversión que ha alejado a la socialdemocracia de sus designios genéticos.
La democracia se ha ido convirtiendo en una veleta que gira según soplan los vientos de los votantes, cada vez menos entusiastas, pero que sólo tiene dos caras, apenas diferenciables, que se alternan ante nuestra vista, siempre ancladas al mismo eje, permanentemente inmóvil.
Pero ¿por qué? Si conociéramos las causas, podríamos quizá alentar aún alguna esperanza, antes de que el populismo, o algo peor, arrase con la fuerza que le otorgue el desencanto de los ciudadanos. La renta per cápita del país que más alta la tiene es más de ¡900 veces! la del que la tiene más baja. ¿Qué ha llevado a la internacionalista izquierda con poder político a acomodarse sobre un sistema ultraliberal cuyos males ya no combate?
Es curioso constatar cómo, al mismo tiempo, la derecha ha adoptado las poses de la socialdemocracia, maquillando siempre su discurso de la misma sensibilidad social que tan barato resulta adoptar. Esta puede ser la pista clave, ya que la coincidencia revela cierta complicidad. Por si fuera poco, la corrupción se ha enquistado como la identidad propia del poder público de cualquier signo. La democracia real no parece capaz de dar respuesta tampoco a esto. Apenas se achica el agua putrefacta, se vuelven a inundar las cloacas de toda clase pestilencias.
La información política al ciudadano se ha transformado en puro marketing político. Sirve tanto para propagar la conveniente imagen de los partidos, como para alejar de los ciudadanos las verdades más incómodas.
Las grandes formaciones políticas que se alternan en el poder europeo han encontrado el modo de perpetuarse en un acomodado “establishment” que poco o nada tiene que ver ya con el espíritu de la rejuvenecida democracia de los años sesenta y setenta del siglo XX.
Por un lado, los grandes partidos se esmeran en arrimar su imagen a un centro ideológico aceptable por las sensibilidades moderadas, la otrora mayoría silenciosa. Al mismo tiempo, atizar la confrontación de ideas en los ámbitos que menos afecten a la estructura económica del sistema, pero que haga creíble la existencia de una democracia en marcha. Por otro lado, se afanan en sostener su aparato con el apoyo del poder financiero, a cambio de promover o, al menos, no tocar las reglas de juego en las que éste se basa.
Para todo ello, la información política se ha transformado en puro marketing político. Sirve tanto para propagar la conveniente imagen de los partidos, como para alejar de los ciudadanos las verdades más incómodas. Es muy revelador que, a menudo, son las mismas personas y entidades las que sirven de factoría de propaganda a ambas corrientes políticas y a los grandes capitales. Los medios de comunicación tradicionales son parte de esta trama, capaces de crucificar a políticos o ciudadanos que, por sus patentes excesos, sirven de víctimas propiciatorias para hacer buenos a los demás, incluyendo a los propios medios, que no ponen jamás en tela de juicio su propia connivencia y amiguismo con el poder.
Internet es un grano con tendencia a infectarse en el inmenso organismo de intereses que ha oscurecido la esperanza democrática.
La partitocracia se ha hecho fuerte y ha levantado alrededor de sí un muro casi infranqueable para las alternativas que pongan en peligro el “establishment”. Pero eso mismo es lo que está fortaleciendo las fuerzas más oscuras de la lucha política, una especie de “economía sumergida” de las ideas, donde las mafias, las tribus violentas y el terrorismo se abren paso a la sombra, paradójicamente, de la respetable democarcia.
Es posible que la democracia cuya genética mestiza, fruto de grandes momentos del humanismo, desde Grecia hasta la Revolución Francesa haya quedado definitivamente transmutada por los injertos del enriquecimiento libre, verdadera herencia de la modernidad que, tras siglos de explotación entre clases, nos ha impuesto el culto fanático y febril al dinero, del que, parece, nadie escapa.
Internet es un grano con tendencia a infectarse en inmenso organismo de intereses que ha oscurecido la esperanza democrática. Una guerra sorda, constante, descomunal, se libra para evitar sus amenazas. Afortunadamente, es una guerra entre gigantes, líderes de la ambición generalizada, por ver quien acabará por dominar este campo de batalla. Y eso, paradójicamente, puede ser su perdición porque, mientras tanto, la infección ciudadana de Internet se hace poco a poco, indestructible. Bienvenida sea.
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