De espaldas al cambio climático y los graves riesgos medioambientales, Dinamarca, Estados Unidos, Canadá, Noruega y Rusia enarbolan las viejas banderas coloniales y se disponen a repartirse la explotación del gas y el petróleo del Ártico.
Justo cuando el mundo empieza lentamente a reaccionar frente a sus propios excesos, alertado al fin ante las consecuencias de su ligereza energética, apenas recién nacida su incipiente conciencia medioambiental.
Justo cuando hablar en serio de energías renovables y consumo sostenible no es una exclusiva de extravagantes ecologistas. Cuando el cambio climático es un hecho que se alza como una gran señal de alarma global. Cuando, aunque sea gracias a la crisis del capitalismo real, se buscan en todas partes alternativas viables a lo que ha sido una insensata y desenfrenada explotación de los recursos naturales del planeta. Justo cuando el discurso verde, por fin, se abre paso, hemos descubierto, maldita sea, una enorme reserva de gas y petróleo bajo los hielos del cada vez menos remoto, cada vez menos helado Ártico.
Instigados por el lobby petrolero y sin que nada ni nadie pueda frenarlo, al amparo de la llamada Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, firmada en 1982, cinco países pugnan por hacerse con la explotación exhaustiva del subsuelo marino que circunda el Polo Norte. También conocida como la “Constitución de los océanos”, esta convención dio legalidad plena a lo que era un hecho desde hacía décadas, la ampliacón a 200 millas del área sobre la que un país ribereño tenía derechos exclusivos preferentes. Estos derechos no eran otros que los que la evolucionada tecnología de prospección y explotación de recursos marinos de la segunda mitad del siglo XX podía ofrecer a una economía ciega de amor al crecimiento, aún ajena a la dimensión real de sus excesos.
Gracias a estos avances, la plataforma continental, la zona no profunda que circunda las costas, se fue constituyendo en una fuente de enorme potencial de riqueza. Lo demás no es más que una prosaica discusión sobre derechos de propiedad, de soberanía, en terminología política cuyo resultado es la Convemar. Pero lo grave es que esta convención internacional deja abierta la puerta a la ampliación del área de eventuales explotaciones de los recursos minerales ·nacionales” más allá incluso de las famosas 200 millas, siempre que se demuestre que la plataforma continental se extiende más allá de ellas. Desde que se conoce la riqueza de las reservas energéticas del Ártico, todas las plataformas continentales de la zona se están considerando mayores. Para que quede claro, Rusa realizó un gesto inédito de gran impacto, cuando un robot alzó sobre el fondo ártico su bandera nacional. Hasta el punto que, prácticamente no queda ya área ártica in pretendiente.
Asistimos a una surrealista versión de la fiebre del oro, lo que podría ser cómico si no fuera porque estamos jugándonos el futuro del planeta. No cabe duda de que existe una inercia descomunal que no cesa de empujar a favor del viejo y dañino hábito de explotar todo lo explotable, allí donde se encuentre, siempre que sea rentable. Al Océano Ártico le esperan días de prueba. Su calentamiento, motivo de preocupación para muchos, es visto por algunos grandes inversores como fuente de nuevas oportunidades. A la eventual explotación de su subsuelo se unirá, si nadie lo remedia, la de sus rutas de navegación que se prevén abiertas todo el año para el 2050.
Muchos se frotan las manos. Otros se lavan las manos. Los demás, nos echamos las manos a la cabeza.
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