¿Están realmente los ciudadanos tomando el relevo de los periodistas para participar activamente en el proceso de comunicación pública que, hasta ahora, han monopolizado los medios informativos?
Parece que a los periodistas les viene preocupando mucho este asunto, razón por la que me obligo a opinar, antes de que me ponga nadie en casillero alguno.
Primero, lo primero. Todavía el mundo tiene varias velocidades y mientras nosotros llenamos de bits nuestra ruidosa y enfebrecida vida, aún hay quien, bajo un sol inclemente, camina junto a una vieja mula para traer un odre de agua a su familia, que espera en un diminuto poblado, junto a infinitos campos yermos y casi vacíos. Así que pido perdón a quien, con toda razón, le parezca estúpida y estéril esta discusión.
Pero si nos ceñimos a nuestra civilización teleaudiovisual, soy de los que cree que en el mundo se distinguen, básicamente, dos tipos de ciudadanos: los exhibicionistas y los voyeurs. Los megalómanos y los mitómanos, los líderes y los secuaces, los vanidosos y los humildes.
Los primeros aman el estrellato en singular. Los segundos se complacen, sin embargo, en pertenecer a alguna masa de correligionarios. Que nadie interprete esto como una visión del bien y el mal, sino más bien como el retrato desapasionado de dos perfiles psicológicos absolutamente complementarios. No se entendería uno sin el otro. El periodsimo, como profesión, ha sido tradicionalmente, como la literatura o el arte, refugio de los primeros.
Tal como se ha comprobado siempre con la televisión y, ahora, con Internet, existen siempre bolsas de ciudadanos ansiosos por cruzar la línea que separa a los actores de los espectadores. Son los eternos candidatos al dichoso “minuto de gloria”. Paralelamente, el fenómeno de los fans no desciende, sino que abarca sin freno todos los ámbitos públicos.
Hasta hace muy poco, los micrófonos, las imprentas, las cámaras y, sobre todo, las antenas difusoras, habíam venido siendo patrimonio exclusivo de las empresas relacionadas con el periodismo profesional, los viejos medios de comunicación de masas, un club elitista donde unos pocos elegidos del primer grupo encontraban acomodo, mientras el resto debía conformarse con estar a la sombra. Pero la última revolución tecnológica, que sobre todo es comunicativa, ha roto la presa donde se contenían en silencio tantas voces potentes, bellas, interesantes, petulantes, rabiosas, inteligentes, agresivas o frustradas.
Así que pese a quien le pese, hay ciudadanos que no van a renunciar, mientras tengan medios para hacerlo, a participar activamente en la construcción del relato global de nuestro tiempo. Son los exhibicionistas. Otros, los voyeurs, no lo harán nunca, pero vibrarán y aplaudirán al oir a quien logre saltar, sea o no periodista, por encima de la monotonía y los mensajes manidos.
Todavía el mundo tiene varias velocidades y mientras nosotros llenamos de bits nuestra ruidosa y enfebrecida vida, aún hay quien, bajo un sol inclemente, camina junto a una vieja mula para traer un odre de agua a su familia, que espera en un diminuto poblado, junto a infinitos campos yermos y casi vacíos.
Pero si nos ceñimos a nuestra civilización teleaudiovisual, soy de los que cree que en el mundo se distinguen, básicamente, dos tipos de ciudadanos: los exhibicionistas y los voyeurs.
Los megalómanos y los mitómanos, los líderes y los secuaces, los vanidosos y los humildes. Los primeros aman el estrellato singular. Los segundos se complacen en la masa de correligionarios. Que nadie interprete esto como una visión maniqueista del bien y el mal, sino más bien un retrato desapasionado de dos perfiles psicológicos complementarios. No se entendería uno sin el otro. El periodsimo, como profesión, ha sido tradicionalmente, como la literatura o el arte, refugio de los primeros.
Tal como ha comprobado con la televisión y más recientemente, con Internet, existen siempre bolsas de ciudadanos ansiosos por cruzar la línea que separa a los actores de los espectadores, eternos candidatos al dichoso “minuto de gloria”. Paralelamente, el fenómeno de los fans no desciende, sino que abarca todos los ámbitos públicos.
Hasta hace muy poco, los micrófonos, las imprentas, las cámaras y, sobre todo, las antenas difusoras, han sido patrimonio exclusivo de las empresas relacionadas con el periodismo profesional, los viejos medios de comunicación de masas, un club elitista donde unos pocos elegidos del primer grupo encontraban acomodo, mientras el resto debía conformarse con estar a la sombra. Pero la última revolución tecnológica, que sobre todo es comunicativa, ha roto la presa donde se contenían en silencio tantas voces potentes, bellas, interesantes, petulantes, rabiosas, inteligentes, agresivas o frustradas.
Así que pese a quien le pese, hay ciudadanos que no van a renunciar, mientras tengan medios para hacerlo, a participar activamente en la construcción del relato global de nuestro tiempo. Otros, no lo harán nunca, pero vibrarán y aplaudirán al oir a quien logre saltar por encima de la monotonía y los mensajes manidos, sea o no periodista.
Eduardo L.
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