Esa tierra, tan amada por tantos, tan teñida de sangres, tan eternamente herida, empapada de llanto, está llena de piedras, marcada por las piedras.
Primero fueron las piedras de la Ley en el viejo Sinaí las que unieron a un pueblo tan errante como determinado a encontrar su propia tierra. Después de encontrarla, no quedaría piedra sobre piedra del templo de su júbilo que no pudo dejar más que lamentos. Ya lo había dicho El que llamó precisamente Pedro a su mejor discípulo y amigo. Luego, las guerras de todos, de judíos, de romanos, cristianos, mongoles, otomanos, árabes, arruinaron las ruinas. Piedras y más piedras, derrota tras conquista tras derrota, cimentaron un Jerusalén sin fin y sin dueño.
Pasaron los siglos y en 1916, Mark Sykes por Gran Bretaña y Charles-George Picot por Francia acordaron repartirse una deshilachada tierra que el corazón de piedra del Occidente colono, tras la Primera Gran Guerra, ya no estaría interesada en dominar ni proteger.
Pero una nueva y gigantesca guerra derramó su veneno racista hasta lo insoportable. Pétreas lápidas infinitas recuerdan a miles de judíos cuyo nombre les condenó por acabar en “Stein” – piedra -. Sus herederos honran sus tumbas con piedras…
En1947, dos años después de que el mundo enmudeciera ante los hornos crematorios del infierno nazi, 33 síes,13 noes y 10 abstenciones otorgaron, en la resplandeciente ONU, un trozo de esta tierra de todos y de nadie a los sionistas de Ben Gurion, como la promesa de un refugio definitivo y otro a los antaño halagados árabes. Jerusalén fue declarada de todos y de nadie.
Pero las piedras se removieron y se agitaron. Otra vez, se manchaban de sangre, los judíos no eran bien recibidos. Palestina sufría, de nuevo, el asedio de sus amores . Jerusalén fue partida, rota en el forcejeo entre dos pueblos.
El desierto del Neguev se clava en el Mar Rojo, lleno de piedras secas y promesas verdes. Muy cerca de él, otros desiertos vomitan sin cesar el “aceite de piedra“, el petróleo que unió a las Siete Hermanas con sus “hermanos árabes”, el que excavó Suez, el que nunca brotó en Israel, el que mancha nuestro presente global y amenaza nuestro futuro. El nuevo Goliath.
El Profeta emprendió su viaje nocturno desde una gran piedra de Jerusalén, la Roca de Ibrahim. Sus seguidores más pobres arrojarán las piedras de la Intifada desde el mismo lugar, abandonados por todos. Por todos.
La honda de David lanza su piedra al vacío porque el viejo Goliath no existe ya. Sólo queda un inmenso mundo perdido ente sus miserias, incapaz de dar la cara, inerme ante la voracidad de su propia ambición, de su moral pisoteada. Después de la descolonización, no hemos dejado más que incertidumbre y frustración. Si no es posible la paz miremos hacia atrás, hacia nuetros propios actos.
Ya no va más. Son ya demasiados momentos de esperanza quemados entre estas piedras. Demasiados futuros abortados. Demasiada fe desperdiciada. Quizá es hora de pedir perdón, de mirar a la cara a quienes nuestras vacías promesas han enterrado en vida, de romper alianzas diabólicas con el dios del petrodólar. El terror fratricida se ha apoderado de
Palestina. Hay inocentes que rezan y mueren ante las piedras de su templo. Hay inocentes que rezan y mueren entre piedras y cascotes. La religión ha hecho más aquí por el mal que por la paz. Pero los señores de la cordura y la concordia, los genocidas del siglo XX, sólo sabemos mirar asustados, convencidos de nuestra inocencia.
Pero el que esté libre de pecado que tire la primera piedra.
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