Viaje en tren de Atocha a Barcelona pasando por el Magreb, una experiencia dolorosa
Un zumbido suave y mullido y un almohadillado traqueteo. Mi tren Alvia con destino a Barcelona acaba de partir de la estación de Atocha. El sol se pondrá en un rato así que dispongo de unas tres horas, como mínimo, para sumergirme en el arrullo mecánico de mi cómodo asiento de “preferente”.
No puedo ocultarme, sin embargo, que el zumo, recién servido, es víctima de un evidente exceso de temblequera y amenaza con echar a perder el borrador que escribo descuidadamente.
¿Hace calor? Ahora sí, decididamente. Apenas hemos salido de Madrid y ya empiezan a fastidiarme tantas incomodidades imprevistas. Nos obsequian con un documental sobre la locomoción animal, cuya principal función, supongo, es adormecernos.
El sol no acaba de ponerse, pero las sombras desdibujan ya paisajes y lugares. Las figuras que se mueven tras las selladas ventanas son mudas, porque, como creo haber dicho ya, la banda sonora de mi hermético viaje sólo contiene el cansino bufido de la climatización automática.
Por un momento, entre unas luces cercanas que pasan lentamente junto a mí, al rebasar la estación de Guadalajara, veo a un chico de esa edad indefinida que va desde los nueve a los doce, moreno todo él, solitario. Al mismo tiempo, en un gesto instintivo me he puesto los auriculares que me habían entregado a l subir al tren. Quizá fuera una forma subconsciente de escapar al encierro sonoro del vagón. O quizá no. Lo cierto es que sucedió lo impensable.
Nada de músicas de ascensor, nada de clásicos populares. El canal 4 de los auriculares me perfumó en un instante de arriba abajo, como un chaparrón, de mis recuerdos africanos. Aquella cara morena, llena de aire de la calle, ingenua y sabia a la vez, se mezcla en mi cabeza con el estallido magrebí que me trae la música. Lo fugaz del momento no impide que un remolino creciente se apodere de mí. Mi viaje, ahora, es doble. Además del que creía estar haciendo hasta ese momento, los incesantes laúdes, violines y darbukas me llevan por un recorrido distinto.
La noche ya es un hecho. Tras la ventanilla, un telón negro, rasgado de vez en cuando por fulgores difusos. Yo tengo la cara pegada al cristal, pero veo un radiante sol que ilumina una inmensa llanura ocre, de arena y piedras.
Tras recorrer unos cinco kilómetros de lo que alguna vez fue un lago, nuestro coche nos ha conducido a una pequeña aldea, constituida por una docena dispersa de formas de adobe que apenas reconocemos como casas. Se esparcen caóticamente a nuestro alrededor. En la primera de ellas, comemos nuestra propia comida, bebemos nuestro agua y nos emociona la sonrisa con que nos regalan su sombra, lo único que realmente necesitamos. Al final, también sus increíbles y maravillosos pinchos de cordero, sacados de la nada. Son las dos de la tarde. El sol, pese a ser el de diciembre, es inclemente. Estamos en Tafraoute, en el área fronteriza del Sahara marroquí y argelino.
Nuestra caravana, un grupo vehículos de aficionados al todo terreno y a los viajes intensos, está compuesta por unos quince coches. En la emisora que nos mantiene unidos, alguien asegura que la aldea tiene 7000 habitantes. Aunque aún no veo más que unas pocas casas, me dicen que el pueblo se extiende más allá de la colina cercana que habremos de coronar tras unas decenas de metros más de pista arenosa.
Uno de nuestros compañeros, veterano viajero, buen conocedor de la zona, nos explica que cerca del ochenta por ciento de esos siete mil pobladores son niños. Lo tomo como una exageración. De hecho, sólo veo un puñado de pequeños que se acercan corriendo a nuestro paso, como en tantos otros pueblos.
Pero apenas rebasamos la pequeña loma se destapa la vista de decenas de construcciones de adobe, sólo distintas del terreno porque se elevan sobre él. Como ruinas nuevas, extendidas frente a nosotros a lo largo de un camino que serpentea sin sentido por el llano, yermo y vacío. No hay calles, sólo espacio entre las caóticas viviendas de barro, ni aceras, ni mucho menos farolas, fuentes o cualquier otro signo urbano. Sin embargo, nuestro camino está perfectamente delimitado, marcado, inequívocamente trazado. ¡Por los niños!
Niños de todas las edades, salidos de no se sabe dónde, van abriendo nuestro camino según avanzamos. Por el hueco que dejan entre sí, deducimos la pista que hace de carretera, por la que, con una lentitud infinitamente silenciosa, vamos atravesando la aldea. Intento adivinar qué quieren, si se alegran de vernos o si sienten curiosidad o miedo. A diferencia de tantos otros niños que, en tantos otros lugares, había visto correr a nuestro lado sacudiendo risas, gritos y saludos, las caras de éstos son inexpresivas, mudas.
Sus ojos se clavan en los nuestros, mirando fijamente cada coche de nuestra caravana que les llega desde el lado del sol. Parecen no pestañear siquiera, mientras siento cada mirada sobre mí. Algo irreal se adueña de todos nosotros. Me cuesta creer que soy yo quien maneja el volante frente a sus miradas ininterrumpidas, interrogantes. En la emisora ha estallado un silencio profundo y seco.
Hay niños de cortísima edad que se acurrucan en otros no mucho mayores que ellos. Algunos adolescentes llevan bebés en sus brazos. No sonríen ni gritan. Ni extienden la mano para pedir regalos. Sin saber muy bien por qué todos y cada uno de nosotros lloramos tras los parabrisas y las gafas de sol.
Pero, ¿de quién son estos niños? ¿Por qué son tantos? Alguien nos había dicho que aquel lugar era rechazado como propio tanto por Marruecos como por Argelia. Tantas disputas por territorios, tantas guerras de frontera en nombre de tantas patrias pero a estos niños no los quiere nadie. Están demasiado lejos como para responder de su pueblo y de sus carencias. Son demasiado pobres para ser aprovechados.
– Perdone, señor – una suave voz femenina se ha dirigido a mí – ¿desea comprar algo de nuestro catálogo a bordo?
La repentina vuelta a mi hermético tren me hace sentir una salvaje bofetada interna.
– No gracias, no quiero nada.
– Está bien, si necesita cualquier cosa nos llama ¿de acuerdo?
El resto de mi viaje a Barcelona transcurre como una bruma. El vagón, los demás viajeros, el aire acondicionado y mis pensamientos son una niebla. Una niebla rota por el eco incansable de la pregunta que me había hecho la azafata:
“- Si necesita cualquier cosa…”
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