En el Día Internacional de la Música, he jugado a hacer montones. Montones de personas. Por un lado, los de un tipo. Por otro, los de otro.
He separado a los diligentes de los que se evaden constantemente de su responsabilidad. También he separado a los bien informados de los que apenas saben de la superficie de las cosas. A los sumisos he apartado de los díscolos. A los que mienten los he separado de los sinceros. Y a los generosos de los egoístas. A los que saben explicarse de los que no hay quien entienda. A los serenos de los impacientes. A los trascendentes de los banales. A los pasotas de los comprometidos. A los graciosos de los sosos. A los que ayudan de los que estorban. A los que reflexionan de los que “se tiran a la piscina”. A los listos de los tontos. A los feos de los guapos. A los independientes de los cautivos. A los ingenuos de los aprovechados. A los divertidos de los aburridos y a los que ríen de los que lloran. A los que tienen suerte de los que no la suelen tener. He separado a los valientes de los cobardes. A los recordados de los olvidados. También a los ciegos de los que no quieren ver. A buenos de malos. Dos enormes montones, casi montañas.
En una de esas montañas de hombres y mujeres, había músicos. En la otra, también.
Luego he hecho dos nuevos montones. En uno he puesto el talento y la genialidad. En el otro, lo vulgar, los plagios y la vacuidad. Casi no alcanzo a culminar éste, de grande que me ha salido. A su lado, el primero era exiguo, diminuto, famélico diría yo.
Por fin, un último montón. El montón de los que tienen el poder en la industria musical. El verdadero poder, el que asusta e intimida, el que manipula y domestica, el que condena o indulta, aquél del que no podemos o no sabemos escapar. Un montón en el que no había músicos, ni uno sólo. Tan solo había inmensas sociedades anónimas, imperios editoriales y conglomerados financieros y de la comunicación. Y un tufo pestilente a falsa defensa del arte.
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