Ante los malos tiempos, la derecha española no cabe ya en su gran casa común que se resquebraja, incapaz de alojar por más tiempo a inquilinos tan dispares.
Hace ya tiempo que se nos olvidó que la derecha española postconstitucional construyó una gran casa común donde acabaron conviviendo, con grandes resultados, todos cuantos quisieran excluirse de vergonzantes atributos como progre, izquierdoso o filomarxista.
Bajo la sabia batuta de Fraga Iribarne, un superviviente político nato, primero Alianza Popular, y más tarde, el flamante Partido Popular acogieron, como en un gran delta, el aluvión de ucedistas de derechas, democristianos, liberales, conservadores y franquistas. Incluso, a parte de los ultras que se negaban a desaparecer tras el cambio de régimen.
El éxito de este partido ha radicado siempre en la unión de sus votantes. La fusión de todas las fuerzas de la derecha política en una sola ha creado durante mucho tiermpo la falsa imagen de una ideología monolítica y cohesionada. Tras el hundimiento del PSOE, como resultado de una guerra mediática sin precedentes que, entre otras cosas, sirvió para otorgar un marchamo democrático al PP, que cacareaba sin cesar su rechazo a la guerra sucia contra ETA y a la corrupción, el Partido Popular se acabó alzando, con su aséptica gaviota al frente, como un nuevo y firme referente ideológico de la joven democracia española.
Pero la unión nunca fue ideológica, ni siquiera en torno a los principios del estado. Porque si los que se sentían liberales o democristianos, al modo de las
corrientes europeas de gran raigambre democrática, debían votar al PP, ¿ a qué partido debían votar, los tardofranquistas, nostálgicos, más o menos contenidos de un régimen limpio de socialistas ? Pues también al PP, naturalmente. Esta extraña mezcla no ha supuesto ningún problema mientras la estrategia anti PSOE ha funcionado, puesto que el posicionamiento antisocialista y anticomunista ha sido verdaderamente compartido por todos los votantes del partido. Y, por supuesto, las victorias electorales de 1996 y 2000 sirvieron como ninguna otra cosa de ligante interno. Aparentemente, conseguido el objetivo primordial, apartar a los marxistas de las esferas del poder, todo lo demás podía despacharse sin que nadie osara poner en riesgo el sólido edificio construído, sobre la tumba política de Felipe González.
Aznar supo conjugar muy bien los dos ingredientes propagandísticos que tan buena imagen había dado a la gaviota azul, a saber, democracia liberal, para contentar a unos, y antimarxismo para contentar a casi todos.
Pero tal como advierte un conocido aforismo, “el éxito precede a la arrogancia, y la arrogancia al fracaso“.
Las hazañas bélicas de Geoge Bush se le iban a indigestar al PP. José María Aznar, sabedor de que su electorado y él mismo eran inequívocamente proestadounidenses, no dudó en pasarse de rosca en sus méritos, y en las Azores, donde hizo un papel de pelota de clase encaramado a la tarima de los profes, perdió gran parte del patrimonio político acumulado paulatinamente desde la desaparición de la UCD. El alineamiento radical a favor de Bush, fueran cuales fueran las circunstancias a considerar, incluída la de una peligrosa y discutible guerra internacional, de espaldas a cuantas voces apelaban a la prudencia, resquebrajó más de un incondicional apoyo interno. Caso de Rodrigo Rato, sin ir más lejos. La polémica que se suscitó puso en evidencia que, dentro del partido, había un núcleo de aznarismo puro, dispuesto a defender las decisiones de su líder y algunas trazas de tímidas dudas. El culto a la personalidad ensombrecía el debate de las ideas, alentado, de momento, por la supremacía en el poder.
El desarrollo de la guerra de Irak, la crisis del Prestige y, sobretodo, las tensas jornadas vividas tras el 11-M, derrota electoral incluida, avivaron la crispación entre izquierdas y derecha, y el aznarismo se exacerbó, alzando a su líder contra los que amenazaban el “nuevo régimen”. Los falsos demócratas, tardofranquistas nostálgicos, no parecían aceptar la alternancia más que como una figura teórica decorativa, una de tantas servidumbres retóricas de una imagen “moderna y civilizada”. Otra vez quedaban evidenciados los dos talantes que anidaban en el PP. Los que se arremolinaban en torno a las chanzas antisocialistas de Zaplana y Aguirre, y los que optaban por un pausado trabajo a la espera de una nueva oportunidad, como Ruiz Gallardón.
La pasada legislatura ha transcurrido dominada por los estrategas de la confrontación que, animados por un Aznar definitivamente iluminado, convencidos de que la insistencia en un tema sensible como el del terrorismo haría un efecto similar al acoso y derribo del 1996. Pero no. La derrota de Zapatero no llegó. Y claro, ahora se trata de saber en qué se ha fallado y, sobretodo, quién ha fallado. Para los aznaristas, ha fallado Rajoy, por no dar la talla. Para los liberales, han fallado los aznaristas y sus obsesiones. Y así estamos.
Durante muchos años, el PP ha defendido un extraño principio, el de que la lista más votada debe gobernar. Esto, lejos de ser un principio democrático, puesto que estamos en un sistema parlamentario representativo y es la suma de votos de los representantes elegidos la que debe imponerse, listas aparte, es una cantinela a la medida de un PP cuya mayor virtud era aglutinar en su seno a todas las corrientes de la derecha sociológica, excepto las nacionalistas periféricas, desde el centro hasta los ultras. Como la izquierda, sin embargo, no ha dejado nunca de estar fragmentada en diferentes partidos, que para eso están, el PP ha manejado el espejismo del enfrentamiento entre siglas, como si de un sistema mayoritario se tratara, haciendo siempre alarde de su gran cosecha de votos. Tan grande como engañosa.
La creciente arrogancia y no poca eficacia con que los simpatizantes del PP han sostenido que su fuerza en votos era enorme les impide ahora contemplar siquiera la posibilidad de una fractura. Sin embargo, la división del Partido Popular en sus dos principales corrientes, llamémosles benévolamente liberales y conservadores, sería un gran logro en la consolidación de una democracia normal, sin histerias ni tragedias. Además, es el único fin posible de la crisis surrealista que ha envuelto al gigante de la gaviota. Ruiz Gallardón y cuantos reniegan de las maneras del alocado Aznar, quiere su espacio y debe tenerlo, para enriquecer la oferta electoral. Al mismo tiempo, dejemos que Aguirre, Botella, y sus amigos se expresen en su correspondiente púlpito. Nada les impedirá sumar sus votos cuando coincidan, pero podrán discrepar sin que les de a todos un ataque de caspa. Por cierto, El Mundo debería decidirse de una vez a qué juega y si va a dejar o no de servir como ideólogo de cámara al “cadavérico” Aznar.
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