Los sistemas electorales de la democracia real son sumamente imperfectos pero lo peor es la incapacidad de la sociedad política y mediática para debatir sobre sus defectos, al margen de la confrontación partidista.
Con motivo de las últimas elecciones en el Reino Unido hay quien se sorprendió por lo “injusto” del sistema electoral británico, tras analizar las causas de que el emergente liberal Clegg no triunfara en las urnas, sino que, paradójicamente, hubiera sucumbido.
En los últimos días, Venezuela, siempre buena salsa para cualquier guiso mediático, puso de manifiesto, de nuevo, esta aparente contradicción. Los detractores de Chávez se indignan porque el sistema electoral venezolano permite que tengan mayor representación parlamentaria aquellos que, en realidad, han obtenido un menor número de votos.
Resulta desalentador, aunque no muy sorprendente, que nos demos cuenta de estas cosas sólo cuando sentimos que nuestros particulares intereses han sido injustamente tratados por un sistema que, hasta ese momento, teníamos por ejemplar. No ayuda el hecho de que políticos y líderes de opinión parecen vivir de espaldas a estas cuestiones cuando se les llena la boca de democracia en las habituales soflamas de unos y otros.
Porque no hace falta mirar tan lejos para descubrir esta paradoja, tan tramposa para algunos, como legal para todos. En el sistema electoral español la representación parlamentaria resultante de las urnas puede beneficiar a uno de los partidos contendientes por encima de lo que le ha favorecido la diferencia de votos. En España se da una circunstancia especial, además, la ventaja electoral de los partidos nacionalistas, por la que éstos acceden al parlamento estatal con un porcentaje de representación superior al proporcional a su electorado.
Como parece que aún no lo tenemos claro, veamos. La práctica electoral, base del sistema por el que nos gobernamos, ha de resolver el complejo desafío de la representatividad. Somos demasiados para asistir personalmente a nuestro parlamento y votar sobre cada una de las decisiones políticas de ámbito estatal. Así que la tradición democrática nos ofrece dos soluciones bien diferenciadas y todas las intermedias entre ambas. A saber, el sistema electoral mayoritario y el proporcional. Mediante el primero serán nuestros representantes quienes hayan obtenido más votos. Serán nuestros delegados a la hora de decidir. Los de todos los votantes. Aquellos candidatos que no hayan ganado en la contienda electoral se quedarán en su casa. Por el segundo, sin embargo, designamos representantes proporcionalmente a los votos emitidos, es decir, que la mayoría de ellos serán afines a los votos más numerosos mientras que los menos representarán a los votantes minoritarios. A diferencia de lo que ocurre en el sistema mayoritario, el debate político se prolonga más allá de las urnas puesto que en el parlamento habrá que conciliar distintas posturas.
Según este esquema, el sistema mayoritario pone en manos de una sola persona, el ganador, la representación popular. Aunque pueda ser aceptable para la elección de un presidente de gobierno, no parece cabal para la actividad parlamentaria que, como dice su propio nombre, implica debate y dialéctica. Además, la democracia es representación y no parece de recibo que millones de personas sean representadas por una sola. En el otro lado, el sistema proporcional acarrea también sus propios vicios. El número de votos de una gran ciudad o de una zona de gran concentración demográfica se impondría siempre sobre las zonas menos densas, por importantes y numerosas que éstas sean, que jamás podrían aspirar al poder de decisión política. Es aquí donde aparece el tercer brazo de todo sistema electoral, cuya trascendencia, pese a ser poco analizada, es enorme. Hablamos de la circunscripción electoral.
En España, la norma constitucional establece 50 circunscripciones, una por provincia más Ceuta y Melila. Eso quiere decir que en cada provincia se presentan y son votadas candidaturas a representantes parlamentarios. El resultado será independiente de los del resto de circunscripciones y sólo se sumará a ellos para componer el mapa parlamentario final. Se ha pretendido conjugar la representatividad del sistema proporcional con la simplicidad y eficacia del mayoritario.
Cada provincia tiene un número asignado de diputados o escaños en función de su población que van desde 3 en las menos pobladas hasta los 35 de la provincia de Madrid. Esta diferencia permite que la penetración de los partidos de segunda fila en el parlamento sea mucho menor que en la sociedad, debido a que en las provincias “pequeñas” no alcanzarán diputado alguno. En ellas el sistema es prácticamente mayoritario. En las “grandes”, en cambio, un partido local o nacionalista puede lograr una nutrida representación parlamentaria porque le podrán ser serán asignados un número importante de diputados. Si hubiera una sola circunscripción en todo el estado, la proporcionalidad aumentaría aunque también la variedad de partidos, aspecto que preocupó a los legisladores constituyentes españoles.
En conclusión, nadie puede presumir de que los votos sean reflejados con exactitud en los órganos parlamentarios. No estaría mal que, antes de criticar los sistemas electorales ajenos, nos aplicáramos a mejorar el nuestro. Quizá los recelos que en 1978 justificaron el diseño electoral vigente no tienen ahora cabida y podría ser un buen momento para abordar su mejora. Porque la democracia real lo será más cuanto mayor sea su su capacidad para la autocrítica.
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