Aún es una desconocida la naturaleza real del negocio de la industria cultural, basado únicamente en la explotación monopolística de las copias.
Bajo el título de “Adiós al intermediario“, un reportaje de “El País” incurre en una confusión elemental.
Seguro que Javier Martín, autor del reportaje, sería el primero en lamentar el error de bulto en que cae su texto, empapado de la permanente farsa conceptual de este sector de la economía.
La tendencia imparable hacia la auto producción y la auto edición por parte de la nueva generacion de autores, gracias a la revolución digital y a Internet, es indiscutible y, desde luego, un valor en alza que todos debemos celebrar. Es verdad, desde este objetivo punto de vista, que los intermediarios decaen.
El resbalón, descomunal e ingenuo a partes iguales, se produce cuando el reportaje se desliza por la simple y absurda pendiente de meter en el mismo saco el arte reproducible, es decir, aquél que puede consumirse y degustarse, plenamente y de modo ilimitado, por la simple edición de copias digitales, como la música grabada o la literatura, y el no reproducible, entendido como el que, copiado, pierde su valor para el consumidor, como la pintura, la escultura o el teatro.
El derrumbe de la inversión de riesgo por parte de las discográficas, editoriales y otros entes similares, ha tenido lugar en relación al primer grupo, los productos copiables, mientras que, respecto de las producciones culturales no copiables, como teatro, musicales, circo y otras de la misma especie, las inversiones han aumentado.
Este travase de recursos financieros, motivado por el hecho de que las nuevas tecnologías han minimizado el negocio de unos, pese a su incesante guerra contra la mal llamada piratería, y lanzado el de otros, productores de lo no pirateable, es la verdadera causa del nuevo paradigma, por el que los autores han de buscarse la vida por su cuenta. Pero también gracias a las nuevas tecnologías, esto es justamente posible. Como bien añadido, se abren expectativas inéditas para quienes nunca hubieran llegado siquiera a traspasar el selectivo umbral de los editores. Que los autores de obras no copiables utilicen también Internet y nuevas alternativas para su promoción no pasa de lo anecdótico si lo comparamos con la avalancha de nuevos canales independientes para la difusión de música y audiovisuales.
El negocio de la copia, que eso ha sido hasta ahora el discográfico, no tiene que ver nada con el negocio de las naranjas o el de las cebollas, como afirma cándidamente el autor del reportaje, por una razón evidente que, curiosamente, se suele ignorar.
El porcentaje que se reserva un intermediario de la distribución de productos agrícolas es limitado, por muy alto y abusivo que pueda llegar a ser. El que se queda sobre una obra grabada el editor discográfico, lo que llamamos vulgarmente discográfica, es infinito, repito, infinito.
El porqué es elemental. Se trata de un porcentaje sobre la venta de un producto virtual, la copia clónica de un único y original ejemplar, el producto real que tuvo unos costes de producción ciertos pero limitados como el de los músicos, los técnicos, el estudio de grabación y otros, pero que una vez amortizados dejan el negocio convertido en una mera tributación obligada del consumidor al monopolista de la obra.
Ojalá los agricultores pudieran basar su negocio en el éxito de una sola cebolla y vivir de la renta generada por cuantos la copiaran digitalmente. El problema es que cada ejenplar de esta hortaliza se destruye cuando se consume y hay que producir uno nuevo. Incurriendo en todos los costes otra vez.
Puede discutirse si los intermediarios de productos de alimentación son una carga más o menos pesada. Si sobran o cunplen una función estimable. Pero compararla con una máquina de hacer dinero a costa de nada es un exceso y una ocasión desaprovechada para denunciar una triste realidad que, por ignorada o manipulada, no deja de ser cierta.
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