Ya ha sido elegido nuevo presidente. Hemos votado todos. Unos en la urna de los colegios electorales de EEUU, otros en nuestra urna mental, íntima, esa que llenamos de entusiasmos y decepciones al ritmo de los grandes acontecimientos. ¿Y ahora qué?
Celebrada ya la gran fiesta del voto yanqui, histórica y trascendental, según nos hemos puesto todos de acuerdo en reconocer, podremos ocuparnos de traducir nuestra pasión – noches en vela de todos los medios, especiales informativos de todos los colores, grandes titulares – a nuestras verdaderas razones. El primer presidente negro, afroamericano, de color o moreno, como se prefiera que a mí me da igual, es algo inédito que simboliza un paso adelante contra viejos prejuicios racistas, de acuerdo. George W. Bush, el petrolero pistolero, tan querido por nuestro inefable Jose Mari, va a quitar por fin los pies de encima de la mesa del mundo, vale también.
Pero aparte de eso, no estoy tan seguro de que la opinión pública y, aún menos, la publicada – ésta misma incluída – tengan algo pensado ni debatido respecto de los asuntos por los que decimos que son tan importantes estas elecciones. Al parecer, nos estamos acostumbrando a la actitud de los espectadores deportivos, que se muestran preocupadísimos e inquietos ante los duros desafíos de partidos y campeonatos, pero que sólo esperan ver cómo sus héroes se las arreglan para salir vencedores. Si lo consiguen, todo serán elogios y celebraciones. Si no, censuras y lamentos.
Que si Zapatero debiera insistir o no en que sea invitado a la cumbre de Washington, que si el PP dice más la verdad que el PSOE o al revés, que si UPN tiene tránsfugas, que si el paro va a aumentar mucho o muchísimo, que si qué pasa con los precios de la gasolina, que quién gana la batallita – the little battle – de la asignatura de Ciudadanía, que si vienen más o menos pateras, que si se van los especuladores de rositas… Todo eso está muy bien pero en algún momento tendríamos que pensar que, como ciudadanos, debemos tomar la iniciativa y pedir algo, algo que anhelemos, rechazar lo que repudiamos, exigir lo que es posible intentar. Dejar de esperar a que la feria nos ofrezca sus monstruos y atracciones y poner nuestras preguntas y nuestras propuestas sobre la mesa. Los periodistas somos los primeros responsables de permitirlo y promoverlo.
Para empezar, ¿qué hemos pedido a la cumbre de Washington, aparte de un morboso espectáculo de vanidades? Si es verdad que puede refundar el capitalismo, expresión tan de moda, que puede ser un Breton Woods II, ¿a qué esperamos para exponer nuestras propias ideas?
Yo, modestamente, empiezo por decir que la cumbre debe ser amparada por la ONU y que debe dictaminar sobre los defectos de un sistema que ha degenerado en una desgracia mundial. Que me niego a que, de nuevo, la insensatez y codicia de un especulador de Illinois, o de Tokio, o de Moscú, ponga en el paro a un tornero de Cuenca o deje sin casa a un vecino de Ayamonte o de Estambul. Es hora de recapitular sobre la globalización, una vez probada. Sus luces y sus sombras. Sus ventajas y sus peligros. Quizá es ya el momento de reformarla.
A lo mejor Obama y los demás deben escucharnos. Claro que para eso debemos dejar de aplaudir y abuchear y ponernos a pensar.
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