Ni siquiera las grandilocuentes promesas presentadas por Pedro Sánchez para 2050 dan solución a este eterno drama
Pocas cosas acosan a nuestra sociedad como su incapacidad para ofrecer trabajo y, consecuentemente, un medio de vida, a todas las personas que lo necesitan. Pero quizá es aún más pernicioso el implícito reconocimiento de cierta inevitabilidad del problema, que políticos y actores sociales de todo tipo muestran permanentemente. Ninguno de ellos niega que el desempleo es una de nuestras más constantes preocupaciones, verdaderos dramas humanos para muchos, pero gobierno tras gobierno, generación tras generación, nadie logra acabar con ello. Ni siquiera las promesas electorales más calenturientas van ya más allá de la voluntad de paliarlo o amortiguarlo.
Pese a lo doloroso que el desempleo es para quienes lo sufren, que sólo en nuestro país se cuentan por millones, paradójicamente se ha ido endulzando el problema, agregando a la palabra “paro” el adjetivo “estructural”, cuyo efecto en nuestra percepción es parecido al que produce el adjetivo “natural”. De hecho, hay teóricos que incluso se atreven a denominarlo así. Esta visión del problema es, sin duda, más digerible y nos sirve de coartada para asumir, sin pudor alguno, nuestra incapacidad para resolver algo que, al fin y al cabo, se ha provocado y desarrollado por nuestro propios errores, por nuestra propia miopía histórica o, al menos, por ignorar ciertas pertinaces y graves disfunciones del sistema que actúan como un verdadero cáncer social.
Parece que fue ayer cuando, como consecuencia de la crisis económica de los años 70, aquella que se dio en llamar “del petróleo”, se anunció una radical transformación productiva como lo que que habría de evitar que el incipiente desempleo se prolongara en el tiempo. No sólo no se evitó, sino que se perpetuó hasta hoy, ahora rebautizado como estructural.
Cuando la humanidad puede jactarse, como nunca antes, de su inapelable capacidad productiva y de innovación, nos topamos con un fenómeno «natural» que, como las tormentas, los terremotos o las erupciones volcánicas, es imbatible, el llamado desempleo estructural.
Es evidente que algunas viejas estructuras productivas se desmoronan por la propia evolución de la tecnología, de las comunicaciones y de los cambiantes paradigmas del comercio internacional, por lo que constantemente tiene que transformarse y adaptarse buena parte de la estructura del trabajo. De hecho, desde que el mundo es mundo, así ha sucedido. Millones de trabajos antiguos son hoy historia y la historia se puede contar por estas transformaciones.
Que no sea fácil la solución, no puede ser excusa para no abordar el asunto con la misma energía y decisión colectiva con que hemos abordado el combate a la pandemia.
Una de las más trascendentes de esas transformaciones, la “revolución industrial” supuso un verdadero trauma global que dio un vuelco a la vida de las gentes, a sus actividades, a sus necesidades, sus dependencias, sus hábitats,…por un momento todo lo conocido pareció irse al garete, pero por encima de ese inquietante paisaje resplandecía el maravilloso canto de sirena de los avances de la tecnología y de sus irresistibles promesas, mucho más hipnótico que el de las sirenas de las incesantes fábricas. La modernidad que tantas cosas puede y tantas maravillas nos trae, será, se dijo entonces, como ahora, la portadora de un futuro feliz para las siguientes generaciones.
Han pasado muchos años, cientos de gobiernos, innumerables y trágicas guerras, multitud de generaciones, todas confiadas en un futuro mejor, siempre augurado por nuestro imparable progreso. Pero precisamente cuando la humanidad puede jactarse, como nunca antes, de su inapelable capacidad productiva y de innovación, para muchos una indiscutible fuente de riqueza, sea lo que sea esa dichosa palabra, nos topamos con un fenómeno “natural” que, como las tormentas, los terremotos o las erupciones volcánicas, es imbatible, el llamado desempleo estructural.
Lo triste del caso, lo vergonzante, es que no es natural en absoluto, ni siquiera es consecuencia de una especie de cambio climático de origen discutible. Es la consecuencia directa de nuestra contumacia. Es, simplemente, un problema cuya solución implica dejar de huir hacia adelante, como de nuevo se evidencia en el pretencioso documento que, a mayor gloria de su mentor, se exhibe estos días como quien muestra la tierra prometida.
Que no sea fácil la solución, no puede ser excusa para no abordar el asunto con la misma energía y decisión colectiva con que hemos abordado el combate a la pandemia. Porque de una pandemia se trata, aunque no hay más vacuna contra ella que dejar de apostar por el crecimiento para la creación de empleos y asumir que el trabajo, hoy, no puede repartirse por la sola acción de la búsqueda de competitividad. No hay precio demasiado caro para conseguir que nadie, en nuestra sociedad, quede varado como un juguete roto que nadie necesita.
Reconocer nuestros errores es la gran deuda que arrastramos para con las generaciones futuras. Rectificar vendrá después y no será de sabios, será de justos.
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