La recién adquirida independencia de Kosovo, en el seno de la convulsa tierra balcánica, pone en evidencia, una vez más, la falacia del muy manido y nunca bien definido derecho de autodeterminación de los pueblos.
La flamante constitución aprobada en este nuevo y pequeño país contiene, como es habitual en este tipo de legislación fundacional, la definición del estado que se constituye.
El Parlamento de Pristina aprobó ayer por aclamación la Constitución que define al culturalmente musulmán Kosovo como un “Estado laico” que se presenta en la arena internacional como “independiente, soberano, democrático, unitario e indivisible” El País, 10/04/2008
La independencia de Kosovo se ha llevado a cabo a costa de la integridad de Serbia, de la que nunca antes había estado separado. No parece tener ninguna lógica, ni desde el derecho ni desde el mero sentido común, que un “pueblo” que exige e impone la división del estado al que pertenece, esgrimiendo su derecho democrático a la autodeterminación, se precipite a afirmar la indivisibilidad de la nueva entidad fundada.
El atributo democrático es incompatible con el de indivisible, como prueba el mismo proceso kosovar, a no ser que debamos considerar la autodeterminación del nuevo estado como antidemocrática. Esta contradicción, elevada a la categoría constitucional por los mismos protagonistas que ayer reclamaban su derecho democrático, ahora negado, es común a todos los debates independentistas del mundo.
En el caso de España, nos encontramos ante un escenario en el que también se esgrime el derecho a la autodeterminación y, aunque se suele evitar entrar en el asunto, es una opinión generalizada y nunca rectificada, que aquellos políticos nacionalistas vascos, catalanes o gallegos que apelan al supuesto derecho de autodeterminación de “su pueblo”, no aceptarían una reivindicación semejante planteada desde una parte del territorio para el que desearían independencia.
Esta contradicción es un grave problema potencial, como ocurre en Kosovo, donde la minoría serbia se plantea ahora la posibilidad de segregarse del nuevo estado. Su origen reside en la mala utilización del principio mismo de autodeterminación. Algo inevitable por ser éste un derecho no bien definido aún.
En 1960, en el seno de la Asamblea General de la ONU, se aprobó la llamada “Carta Magna de la descolonización“. La declaración condenó el colonialismo y declaró que todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación.
En su día, fue una declaración forzada por las circusntancias. La descolonización era irrefrenable y nada ni nadie la podía ya evitar, así que Occidente se avino a reconocer un nuevo estatus que, aunque no complacía a todos, contenía ciertas garantías de estabilidad y ahuyentaba potenciales enfrentamientos que amenazaban la paz mundial y las mismas ventajas adquiridas por las potencias colonizadoras. Un acuerdo a medida de la coyuntura geopolítica de entonces, muy distinta de la actual. La relativa estabilidad de fronteras sobrevenida tras ese período hasta la caída del régimen soviético hizo olvidar la cuestión de fondo, absolutamente básica para el desarrollo futuro del derecho internacional, y como consecuencia, para minimizar el risego de confrontaciones indeseables. Quedó pendiente la difícil definición de “pueblo”, sujeto esencial en la declaración de la ONU
Lamentablemente, ya llegamos tarde al necesario consenso internacional sobre este ambiguo derecho de autodeterminación, puesto que las emergentes y generalizadas tensiones nacionalistas, casos de Canadá, Bélgica, España, Nepal o los países de la órbita de la antigua URRS, por poner sólo algunos ejemplos, harán muy difícil, si no imposible, la conciliación de criterios entre los estados actuales y su fuerzas centrífugas interiores.
Sin embargo, es imprescindible que la comunidad internacional, y ejemplarmente, la ONU, hagan el esfuerzo necesario para conseguir este difícil objetivo, antes de que se convierta en una trágica utopía. Por un lado, deberá definirse el sujeto del derecho de autodeterminación, el cual, hasta ahora, se ha denominado, ambiguamente, “pueblo”. Es previsible que tenga que conjugarse con un nuevo planteamiento respecto de la soberanía territorial como concepto.
En mi opinión, es hora de desmontar las territorialidades que excedan a las comunidades locales y, al mismo tiempo, fomentar el crecimiento e integración de organizaciones supranacionales que, limitadas en su poder, supongan un soporte para la acción política colectiva, inevitable en un mundo globalizado.
1 Trackback / Pingback