Mientras apenas se van considerando las consecuencias del desastre de Fukushima, el mundo consume hoy más de 13.000.000.000 de litros de petróleo cada día, cifra que sigue aumentando
Sin contemplaciones. No hay por qué alarmarse. Los expertos calculan que las reservas de petróleo existentes en los yacimientos durarán más de cincuenta años. No solo eso, sino que si continuamos emitiendo gases de efecto invernadero al ritmo de hoy contribuiremos al calentamiento global y con ello al deshielo ártico, un verdadero chollo para poder extraer petróleo también del subsuelo marino polar, gracias a los avances tecnológicos de la perforación en aguas profundas. El “accidente” de BP en el Golfo de Méjico no es más que un acicate para mejorarlas y también, por qué no, una oportunidad para las productoras de cine. El único desafío para las grandes petroleras y sus ávidos clientes sigue siendo, como siempre, conseguir que la extracción sea cada día “safer and cheaper” – más segura y más barata -. Quizá algún día, incluso, el cambio climático les permita atacar las bolsas de crudo bajo la Antártida, hoy un santuario, sólo por su aguda inhabitabilidad.
Pero no pensemos mal. No todo son malas intenciones. Los defensores del plan para la erradicación total de la pobreza en el mundo, esa fuerza omnímoda que se autoproclam liberal, que pregona los dones del crecimiento como la única religión posible, proponen que se aumente la producción de energía alternativa a los combustibles fósiles, defendiendo la eficiente, limpia y barata energía nuclear. Pese a la insistencia del ecologismo, ese ingenuo, ignorante y trasnochado movimiento, las energías llamadas renovables no pueden, de ninguna manera, hoy por hoy, competir -pongámonos de pie ante esta sacrosanta palabra – con la fisión atómica o el petróleo. Desde su púlpito matinal de tertuliano, Alberto Artero ilumina nuestra torpe y ofuscada reacción ante la nueva calamidad nuclear de Fukushima:
Alberto Artero, un tertuliano que nos alecciona
Todo hace pensar, eso sí, que viviremos unos meses de contención verbal, tras el recientísimo accidente nuclear de Japón, cuyas consecuencias aún están por conocer. Fieles a sí mismos, los mentores de lo nuclear se avienen a reconocer que habrá que hacer un esfuerzo, aquí también, a favor de lo “safer and cheaper”. Se ha desatado, de nuevo, el eterno debate nuclear, tan estéril como las cumbres de la Tierra, esa periódica válvula de escape de la opinión pública que sirve de coartada para quienes aún sostienen que nuestra sociedad es libre.
Pocos plantean, y los que lo hacemos, clamamos en el desierto – nunca mejor dicho, hablando de petróleo – una moratoria indefinida para la extracción de combustibles fósiles y el consumo de energías no renovables, por la paradójica razón de que, sin ellos, nuestro actual sistema productivo no podría sostenerse. Como si la economía compulsiva que nos rige fuera sostenible. El crecimiento económico constante no ha solucionado los males que, se presume, debe combatir desde su consagración tras la Segunda Guerra Mundial. Pasado el espejismo de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, la llamada primera crisis del petróleo desnudó los cimientos del progreso industrial, el suministro energético, por cuyo control se desviven hasta hoy quienes tienen algún poder para ello. Las muchas voces que clamaron entonces por la sustitución de las fuentes energéticas sólo fueron escuchadas para fomentar una profunda revisión de la dependencia de Occidente de los países productores de petróleo. Este proceso se saldó con la eclosión nuclear y la búsqueda obsesiva de la eficiencia, tanto tecnológica como productiva, que trajo consigo una trágica carga de desempleo, nunca jamás aliviado, y finalmente bautizado con el apelativo de paro estructural, como si formara parte inevitable de la naturaleza.
El crecimiento económico constante no ha solucionado los males que se presume debe combatir desde su consagración tras la Segunda Guerra Mundial.
Pero hoy el petróleo vuelve a ser el oro negro de siempre, más buscado que nunca, gracias a nuestros alardes tecnológicos, siempre crecientes. Perp, más allá de otras consideraciones, ¿quién nos ha dado permiso para vaciar de petróleo el subsuelo de nuestro planeta? ¿Es que tenemos derecho a acabar en unas pocas generaciones con una fuente energética que se ha ido generando y acumulando durante millones de años? Sería más razonable que pudiéramos utilizarlo de modo marginal y sostenible – esa palabra de ecologista terco y recalcitrante – en un modo de vida que creciera en calidad y no en cantidad. En una civilización que también velara por la seguridad y el patrimonio de la humanidad venidera.
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