El libro electrónico es vapuleado por la guerra empresarial, entre la adoración y el odio, como nuevo fetiche de la revolución digital.
Es muy aleccionador el modo en que el libro electrónico se va colando lenta pero inexorablemente entre las viejas y entrañables estanterías de todo el mundo. La experiencia vivida por las industrias culturales, según sus lamentos a todas luces traumática, por causa de la perversa difusión digital de las obras audiovisuales, debiera hacer que el mundo editorial en bloque reculara ante la temible “amenaza” del nuevo formato literario. Un nuevo modo de lectura que, como los discos y las películas desde hace tiempo, lleva consigo el pecado original de lo digital, de lo pirateable.
Sin embargo, algo no acaba de encajar en este cliché que se nos vende a cada paso, según el cual editores y productores padecen la peor de las plagas. Una vez más, lejos de huir del nuevo paradigma literario electrónico, desatan las editoriales, los grandes libreros y los distribuidores de contenidos de la red una guerra de formatos y fórmulas comerciales, para dilucidar quien será el primero en acertar con la llave de la nueva jaula donde se cría la nueva gallina de los huevos de oro.
Amazon, Sony, Microsoft, Google, Barnes&Noble o, sin ir más lejos, nuestro Corte Inglés, sin contar los numerosos fabricantes de lectores, se han lanzado ya a lo que parece el nuevo reto de la industria cultural. Otra vez ahora, como ha venido sucediendo con la música y las películas, el intenso debate acerca de los cauces y las garantías de remuneración de los titulares de derechos de explotación pone de relieve una gran contradicción.
Por un lado, se celebra la mágica revolución tecnológica digital que permite la difusión ilimitada de las obras con un coste unitario infinitesimal que tiende a cero cuanto más se realiza. Por otro, se abren graves foros cuya única preocupación es aguar un poco la fiesta por no renunciar a un negocio cuya naturaleza no se sostiene por más tiempo.
Que los autores deben ganar algún dinero y que, inevitablemente, acabará siendo proporcional a su popularidad, no merece siquiera, por obvio, ponerse en discusión. Pero que los editores y otros titulares de derechos sobre la reproducción y difusión de las obras deban ser remunerados por un servicio que ya no han de dar, por una labor ya innecesaria, sólo porque aprovechan los derechos que en su día podían justificarse, no es aceptable.
La sociedad no puede permitirse, hoy menos que nunca, el lujo de desviar recursos para enriquecer a ningún empresario que no aporte valor real alguno, que sólo especule con sus propiedades, sean materiales o virtuales, a costa del maravilloso progreso que supone el fin de viejas e insalvables barreras.
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