Apple vende más de un millón de el nuevo iPhone en tres días, mientras más de 25.000 personas mueren de hambre cada día en el mundo.
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Los adolescentes, siempre merecedores de indulgencia, tan expuestos a las garras del maligno ser que habita en la tele, en Internet, en el móvil, esa infatigable voz que dicta sus hábitos, sus gustos, sus deseos y sus pasiones, han crecido. Ahora, postgraduados en Stanford, Oxford o el IE, entusiasmados por codearse con ejecutivos de verdad, agasajados y espoleados por un mundo guapo que espera extraer de ellos sus brillantes y rentables ideas, ganan dinero. Y esperan ganar mucho más, para no perderse entre la chusma que no tiene el último iPhone, la última Nintendo, el último engendro que haga inútil y pasado de moda el que hoy soban día y noche con una afectación y gravedad que pareciera merecer respeto y envidia a partes iguales.
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Porque nada ha cambiado desde ayer. Solo que ahora ya no tienen que pedir a sus padres que les compren el enésimo juguete de silicio y coltán, porque ya son independientes. Ya no dependen más que de quienes les manipulan, como siempre, haciéndoles creer que necesitan, que no pueden vivir sin la última versión, la única verdad de los elegidos.
Por eso, mientras, guiados por la California de la eterna innovación consumista, aspiramos materias primas y energía para concentrar el dinero en manos de quien más tiene, sorprende ver que hay quien, como Vicente, invierte el proceso y difumina, desde Anantapur, el bienestar, extendiéndolo como un virus benigno, sorprendente y milagroso.
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