¿Hasta cuándo los periodistas nos complaceremos en que la información sea pagada, no por aquel para quien, supuestamente, se elabora, el lector, el oyente, el telespectador, sino por quien sólo persigue, por interés particular, una sustanciosa audiencia?
No discuto la dificultad, hoy mayor que nunca, de esquivar el aparato publicitario, como infraestructura necesaria de los medios, pero me indigna contemplar la aparente indiferencia con que el “profesional de la información” ni siquiera se lo cuestiona jamás, más allá de algunos superficiales, si no meramente frívolos, jugueteos críticos de cuando en cuando.
Sé que suena extemporáneo. Medios, anunciantes, productores y editores entremezclan ya hace tiempo sus intereses empresariales con frenesí. Y a todos nos parece estupendo. Eso es lo malo. Que los periódicos de mayor tirada sean ahora gratis no deja de ser un “salir del armario” definitivo. Por si no estuviera ya suficientemente claro que no nos interesan nuestros públicos como clientes, sino como mercancía. La mercancía, claro, no paga, en todo caso se paga. Queda ya lejos el tiempo en que se justificaba la publicidad como medio para no encarecer demasiado el precio de la sacrosanta información. No la encareció, desde luego, la hizo suya.
De paso, como lo más natural de mundo, hemos dado cauce a un enorme fraude informativo, al mayor tinglado manipulador de la historia, libre de toda atadura porque en periodismo las marcas y sus mensajes no son objeto de información ni de crítica seria, pese a su absoluto protagonismo social. A mí me parece que casi doscientos años de prueba son suficientes para ir considerando evaluar nuestra capacidad real para cumplir nuestro compromiso con la sociedad, al menos bajo el vigente paradigma publicitario.
Las instituciones políticas también debieran mirarse en su papel de garantes de los derechos civiles. Pero, ¿no han caído también ellas presas del mismo mercadeo de audiencias?
Nuestro habitual silencio me parece, por lo menos, poco coherente con los valores que más nos gusta hacer resonar. El derecho a la información es, claro está, constitucional. ¿Qué menos podría ser tratándose de una tan alta heredad de las conquistas ciudadanas, tesoro de liberales todos?
El ciudadano de nuestros días es, por encima de muchas otras cosas, un consumidor aplicado. Compra y destruye a la velocidad que marca lapublicidad, nuestro gran socio.
Es curioso que la única compra que suele salirle gratis es la información. Pero no porque producirla no cueste recursos y tiempo. Sino porque unos “amigos” misteriosos le “invitan”. Una vez y otra complacen sus más bajas pasiones, con la excusa de atender al derecho a la información.
Es hora ya quizá de preguntarse si el consumidor quiere, puede o debe pagar también la información, su información. Las oeneges también sustituyen al Estado en sus obligaciones constitucionalistas. Pero nos piden dinero, y mucho. Por eso son objeto, como pocos, de recelos y miradas prevenidas. Pero la información, es otra cosa. La gratuidad la hace inmune al ojo social. Y además, podemos hacer zaping.
Si no comprendemos la necesidad de romper el círculo vicioso en que nos hemos metido, no podremos evitar que Internet, un mero depósito caótico,casi infinito, del magma comunicativo de nuestro tiempo, nos exima definitivamente de labor alguna. La gente quiere preguntar, no sólo escuchar, ver o leer. Y prefiere su propio criterio para seleccionar y confiar entre el caos, al de otros que no responden ante él, sino ante sus empresas.
Otra ronda, señores, que paga Doña Marca ¿Hasta cuándo?
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