Capítulo II
El irresistible aroma que escapaba sin cesar de la marmita y la hambruna de los pobres que poblaban el lugar terminaron por causar lo inevitable. Una noche sin luna, amparados en las sombras y el silencio, algunos hombres osaron asaltar la sacrosanta cocina donde humeaba la olla. Con astucia y sin escrúpulo alguno, sabiéndose a salvo porque nadie vigilaba la mágica sopa, llenaron un odre entero con el maravilloso guiso y se esfumaron como alma que lleva el diablo.
Nadie se percató del indecente robo, pues los ladrones no habían dejado rastro alguno. Muy lejos ya, los desalmados comían sin ningún remilgo del odre criminal. Se relamían de gusto, tanto por la sopa, como por el maligno placer de no haber pagado por ella. Llamaron a sus amigos y parientes, con quienes compartieron también el guiso, que, increíblemente, no se agotó. Asombrados, descubrieron los rufianes que su odre había recibido de la olla la magia que hacía inacabable su contenido.
No tardaron en llegar los primeros rumores a los propietarios de la olla. Se decía que alguien sabía de un lugar donde regalaban un guiso de sopa semejante al suyo a quien sólo lo pidiera. Decían, también, que su sabor y delicadeza en nada tenían que envidiar a los del genuino.
Al principio, apenas nadie prestó atención a tan extrañas noticias. Pero pasado algún tiempo, quien más y quien menos sabía de alguien que había comido la sopa “falsa”. Incluso se llegaba a murmurar que había varios, se afirmaba que docenas de recipientes mágicos por aquí y por allá, llenos de sopa idéntica a la original. De ellos podía degustarse tanta comida sin pagar como fuera capaz quien lo intentara.
Continúa en La Olla Mágica III
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