Los medios de comunicación reciben un trato muy singular por todas las instituciones y por los ciudadanos en general, debido, entre otras cosas, a su también singular papel en la sociedad. La Constitución española, como muchas otras, les concede una atención muy especial. El papel de informar sobre lo que sea relevante, sobre aquello que pueda afectarnos, y el de desvelar lo que se nos oculta o se disfraza ante la opinión pública.
Por ello, los medios de comunicación son responsables de la calidad de su publicidad, o debieran serlo. Los ingresos por el alquiler de sus espacios son una auténtica patente de corso para que el anunciante cuente lo que le de la gana. Por esa misma razón, los anuncios debieran ser juzgados por los lectores y por la sociedad en general con especial sensibilidad y exigencia.
Por otra parte, si la prensa no puede o no sabe cumplir su trascendental y distinguida función cuando se trata de publicar mensajes pagados, o sea, anuncios, no debería financiarse con ellos.
Si tan importante es el mercado como verdadero motor de nuestro progreso, tal como sostienen los neoliberales, hoy dominantes, la prensa debería velar por la transparencia en la información dirigida al mercado mismo. Claro, que eso es incompatible con su dependencia de la financiación de los anunciantes, por lo que resulta mucho menos incómodo defender la práctica nada periodística de mirar para otro lado.
La prensa insiste en profundizar en una de sus más queridas perversiones. Recibir dinero, cuanto más dinero mejor, de los anunciantes, y desentenderse de los contenidos que arrojen éstos sobre sus audiencias. Con la única precaución, a veces también olvidada, de enmarcar la publicidad como tal para que sirva de advertencia general, el periodismo se siente muy digno investigando sobre cualquier otro asunto.
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